martes , 30 abril 2024
Foto: Perros en la Capilla de La esperanza | Eduardo Castellanos

Maclovia | RELATO

Cecilia Márquez

 

(A mi familia, que siempre me inspira e impulsa para alcanzar todo lo que me proponga)

 

                        *     *      *

         Maclovia vive dentro de un hogar como cualquier otro de las inmediaciones, procura estar siempre cerca y ayudar en lo que considera que le corresponde, ya que generalmente es la última en irse a dormir y la primera en levantarse. Una de sus más arraigadas costumbres, es dormitar debajo de la cama de cada integrante de la familia, hasta asegurarse que duermen sin correr peligro.

Cuando era pequeña, vivía en un racho cercano a Tepatitlán, junto a sus hermanos, pero los giros del destino la llevaron a vivir a ese mismo pueblo.

Al nacer, por el simple hecho de ser hembra, sería sacrificada, porque el patrón prefería los machos, pues creía que son más eficientes para espolear al ganado.

—Otra vez parió la Greñas —dijo el patrón a Jacinto— y quero que veas cuántos machos fueron, allá está arrinconda debajo del tejabán.

—Si patrón —contestó — ahorita reviso y le digo.

Jacinto se fue a donde estaba la perra pastor alemán que acababa de parir su cuarta camada, con sumo cuidado se acercó para no alertarle el instinto materno y poder revisar cuántos cachorros tuvo.

—¡Méndigo Oso! Otra vez le dio al premio mayor, ve nomás, otra vez la cargó con seis  crías — se dijo Jacinto, refiriéndose al perro chow-chow que preñó a la perra.

Luego de revisar con detenimiento, pudo constatar que eran cinco machos y una hembra.

Regresó con el patrón para informarle lo que le había pedido; al enterarse de la cantidad y sexo de los cachorros, el patrón se rascó la cabeza debajo del sombrero y sin pensarlo mucho le dijo a Jacinto:

—Tá’güeno, déjale a los machos y a la cría hembra la matas, ya no se ocupan más perras en éste rancho, con la perrada que produce la Greñas basta, si no luego va a haber más perros que vacas en este potrero.

Ante semejante orden, Jacinto, se conmovió hasta los huesos por el horrible castigo que le esperaba a la pequeña cachorra, cuyo único pecado era haber nacido hembra, así que aprovechando las sombras de la noche, la tomó y la llevó a vivir con aquella familia que ahora Maclovia sentía como suya.

Cómo olvidar esa llegada, con aquella gente extraña para ella… “¿Qué es este lugar —pensaba — dónde estoy, por qué no me puedo mover?”

Ignoraba que la llevaban dentro de la bolsa de una chaqueta en la que apenas cabía a pesar de su diminuto tamaño.

Cuando Jacinto, más conocido por todos como el Tilico, apodado así por su complexión alta y delgada que lo hacía lucir casi enclenque, llegó a la casa donde dejaría a la pequeña cachorra; al pararse frente a la puerta, alcanzó a escuchar que Julia hablaba fuerte y aunque no pudo distinguir lo que decía, se imaginó que estaba molesta, el solo pensamiento de que podría estar enojada lo hizo dudar en tocar a la puerta.

Justo cuando se debatía entre tocar a la puerta o salir corriendo y volver otro día que fuera más temprano, la puerta se abrió y salió Julia, cigarrillo en mano, quien se disponía a fumar tranquilamente en la serena oscuridad de la noche, acentuada por la deficiente luz de la lámpara de la calle.

Al cruzar las miradas, Tilico pudo percatarse que no había rastros de enojo en ella, incluso le regaló una amplia sonrisa al verlo, cosa que lo hizo aflojar el cuerpo, corresponder la sonrisa y atreverse a hablar.

—Buenas noches señora, ¿está Victoria?

—Buenas noches Jacinto, sí, deja le hablo.

Mientras esperaba a que saliera Victoria, Jacinto se recargó en el cofre de la camioneta y se cercioró del estado de la cachorrita, verificando que no se hubiese ahogado.

 

—¡Hola! ¿Qué pasó? ¿Pa’qué soy buena?

—Hola Victoria, no pasa nada, sólo quise venir a traerte algo…

—¿Y qué es?

—Busca aquí — dijo al tiempo que se abría la chaqueta y ponía su mirada lo más coqueta y misteriosa que le fue posible.

Con cierto recelo por desconocer el contenido de la bolsa interior y la cara extraña que puso Tilico, metió la mano. Sus dedos dieron justo en el hocico abierto del animal, que en ese momento buscaba algo qué comer. En un acto reflejo,  Victoria gritó, sacó la mano y soltó una retahíla de palabrotas.

—¡Aaaayy´jo de la fregadaaaa! ¿Qué chingaos traes ahí?

—¡Ja ja ja ja ja! — La risa se apoderó del muchacho, por más que se esforzó tardó para controlarse y articular una pregunta entrecortada por la carcajada, que sonó a burla, dada la situación y la cara de Victoria, entre asustada, sorprendida y enojada, —¿a poco te asustaste?

—¿Cómo no me voy a asustar grandísimo recabrón?—  vociferó, más enojada porque Tilico no paraba de reírse.

 

Con calma ante la abrupta reacción de Victoria y sin dejar de reír, le sujetó con fuerza la muñeca derecha y le llevó de nuevo la mano al interior de la chamarra.

—¡No seas cabrón, suéltame! — le gritaba, entre risas nerviosas, aunque sin resistirse tanto.

Jacinto sacó a la cachorra y se la puso a Victoria en las manos. Ella, fascinada, se quedó boquiabierta, para luego exclamar con mucha emoción.

 

—¡Está precioso! ¡Parece un osito de peluche! ¿Es para mí?

—Sí, es para ti… Ah, por cierto, no es perro, es perra.

—¡Gracias, gracias!

 

Victoria estaba que saltaba de alegría, siempre le habían gustado los perros y armó tanto alboroto por el regalo que todos los que estaban en la casa se asomaron a ver qué pasaba.

 

—¡Ire amá, vea lo que me trajo   Tilico!

—¡¿Un perro?! ¡Yo no quiero animales en la casa! ¡Hacen un tiradero y un cagadero por todos lados! — dijo Julia con arrebato.

—Ay amá, pero está bien bonita…

—¡Que no! ¡Y no la quiero ver aquí ¿eh Tilico? — ordenó — llévatela pa’l rancho!

Por decisión de Victoria, Jacinto se regesó al rancho con las manos vacías, el amor que profesaba por la muchacha hacía que cumpliera hasta el más mínimo deseo de ella; y así, enamorado e ilusionado decidió poner un casette en el estéreo de la vieja camioneta y acompañar con su meliflua voz a Vicente Fernández con uno de sus éxitos aquel 1993 “… Me gustas completita, tengo que confesarlo, nomás al saludarte  me da el mal del amor…”

Para evitar que el enojo de su madre fuese mayor, Victoria le hizo creer que efectivamente, había regresado a la perrita de vuelta al rancho… pero, en realidad la escondió en un cajón del mueble que usaba para guardar su ropa.

A escondidas, le llevaba vasitos con leche para que comiera; siempre al abrir el cajón le susurraba que no fuese a emitir algún sonido que delatara su presencia… y, al parecer, el pequeño animal comprendía la consigna.

Así la mantuvo durante casi una semana, hasta que la descubrieron. El pequeño Rafael fue el metiche que anduvo de curioso esculcando cajones, nomás pa´ver que se hallaba pa’ jugar. Cuando se encontró a la perrita creyó que era un muñeco de peluche, pero vaya susto se llevó al quererla levantar. Pegó tremendo alarido que se escuchó por toda la casa.

 

Como era conocido por todos que Rafita se la pasaba haciendo diabluras, rápido se asomaron para ver ahora qué se había hecho el muchacho menso. Mientras Julia y Victoria subían por la escalera, iban deliberando:

—¿De dónde se habrá caído este mocoso? ¡falta y me aiga tumbado mis monas de porcelana! — decía Julia.

—No creo amá, yo no oí que se quebrara nada — contestó Victoria.

—Pinche cría, un día de estos me va a sacar un susto marca llorarás — seguía diciendo Julia.

En ese tono de plática iban cuando pasaron por el cuarto de Victoria y encontraron a Rafita muy embelesado viendo y acariciando a la perrita. Victoria se puso ploma cuando vio la escena. Julia se puso roja del coraje.

 

—¡Bonita chingadera! ¿Pos qué estoy pintada en esta casa? ¿Qué no te dije que no quiero animales aquí? — las preguntas salían como metralleta de su boca.

—No amá, es que…  -no terminó Victoria la frase cuando Julia otra vez le espetó.

—¿Desde cuándo tienes ese animal aquí?

—Estaba en el cajón — dijo Rafita pelando los ojos más grandes de lo que los tenía.

—¿Cómo que en el cajón? Ora sí, pa’cabarme de hacer más prieta, ya apestó la ropa el pinche animal — dijo Julia.

—¿Pregunté que desde cuándo tienes ese animal aquí? — volvió a decir.

—Desde hace una semana que vino Tilico — contestó Victoria con el susto en los ojos.

—¿Y yo por qué no me había dado cuenta? ¿Le pusiste algo para que se callara? Porque no lo oí llorar.

—No, nada, sólo le dije que no chillara para que no nos descubrieran.

—¿Y qué le has dado de comer?

—Le traigo de la leche que sobra, le guardo tantita y se la doy cuando no hay nadie.

 

Mientras ellas se ponían al tanto, Rafita seguía jugando con la perrita, acariciando su sedoso pelo negro azabache (herencia de la mezcla de razas) y ella correspondía tratado de lamer sus dedos, que él retiraba al instante por creer que lo quería morder.

 

—Y ¿a poco el pinche animal te entiende que no haga ruido?

—No sé si me entienda, pero de que no hace ruido, no hace ruido, le hago señas y le hablo bajito, le digo ssshhiiitt, cállate porque nos cachan, sólo me ve, huele la leche y se la chinga sin chillar.

—¿Y dónde se mea y se caga?

—Pos le puse una garra vieja de camita, yo creo que allí, porque no he visto mojado el cajón.

Julia se quedó pensativa y en silencio un rato, paseando la mirada entre su hijo pequeño que jugaba con la perrita, a la perra misma y luego a su hija mayor. Victoria respetando el silencio de su madre, también se quedó callada, expectante a lo que le diría o preguntaría. Después de unos segundos que se hicieron eternos, por fin dijo:

 

—Pos sí será muy bonito tu animal, pero cuando venga Tilico se lo regresas, que se lo lleve p’al rancho.

—¡Ay amá! ¿Qué se hace si se queda con nosotros? — replicó Victoria en tono de súplica.

—No me hago nada, pero no quiero animales en la casa.

—Sí amá, ¡yo lo quiero! –dijo Rafita que parecía distraído pero estaba al tanto de la plática.

—¡Ah! ¿tú también lo quieres? ¿y también lo vas a cuidar y a darle de comer? —increpó al niño.

—¡Sí! –contestó veloz él.

—Sí amá, déjenos quedarnos con la perrita — dijo Victoria con ojos de ruego.

—Tá bueno pues, quédense con su animal, ¡pero eso sí, — aclaró — yo no me hago cargo ni de darle de comer ni de limpiar su cochinero!

—No hay problema — dijo Victoria — yo me encargo de eso.

A partir de ese momento, inició la convivencia de esa familia con este extraordinario animal al que sólo le faltaba hablar…

 

Glosario

 

Arrinconada                                       En un rincón

Esculcando                                        Buscando, hurgando

Estoy pintada                                     No tengo autoridad

Falta                                                   Nada más falta

Marca llorarás                                    De grandes proporciones

Monas                                                Figuras, muñecas

Ocupan                                              Necesitan

Pelando                                             Abriendo

Puso ploma                                       Palideció

Tejabán                                             Techo, cobertizo

 

Este texto pertenece al libro «El habla de los Altos de Jalisco» del Colectivo El Tintero.

 

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