lunes , 29 abril 2024
Foto: Ave ciclista | Eduardo Castellanos

El día que conocimos todo Tepa | CRÓNICA

Eduardo Castellanos

(Al Chito, donde quiera que esté. Un día vino Pifas el payaso y se lo llevó)

*   *   *

 

Rito murió ebrio. Me lo encontré en una celda a la que llamaban “La borracha”. Tenía varios días en ese espacio nauseabundo con olor a orines y a patas. Dos delitos graves lo llevaron al confinamiento; uno, faltarle al respeto a la autoridad; el otro, que es el que más se castiga en este país: ser pobre. Falleció en un accidente, lo atropellaron en la carretera Tepa-San José de Gracia. El día de la cárcel fue la última vez que lo vi.

En ese confinamiento frío hasta en primavera conocí a Pedro, un güero que estaba esperando ser enjuiciado para que lo llevaran al penal, había golpeado brutalmente a un menor de edad, por problemas con su padre.

—¿Creen que me echen mucho tiempo?, ¿creen que sea muy grave que le haya pegado al chavalo?— nos preguntaba con su mirada de ojos verdes, triste y preocupada. También era pobre; y criado en la ignorancia de un rancho en el que poco se sabía de leyes, justicia y derecho.

La efervescencia del año 2000 era casi reciente. Tres meses del famoso cambio del milenio, el año en el que otra vez no se acabó el mundo.

Estábamos en la prepa, nos gustaba irnos de pinta y por las noches a cenar a las tortugas de la 20 de noviembre, o las hamburguesas de El Socio, o los tacos de Silvano. —“Oh, oh digo yo”— canturreaba el mediano comediante presentador de un programa nocturno de los martes.

También era martes el día que decidimos cambiar de lugar para cenar. Discutimos y pusimos a votación a donde iríamos a endilgarnos unas hamburguesas o unos jochos, puros compas. Edgardo, el Penas, el Aguado, el Niño y yo.

El Niño estacionó el Tsuru tinto modelo de los ochenta frente a la casa de el Cacahuate, otro compa que prefirió quedarse en su casa a donde en ocasiones acudíamos a ver videos del momento, de Limp Bizkit, Los Red Hot Chili Peppers, Robbie Williams, Blink 182, Eminem (El rapero blanquito) o The Offspring, grupo punk que vivía su segundo aire.

Cacahuate era el único compa que tenía una computadora de escritorio en su casa con conexión a internet, suficiente para visitarlo algunos días de la semana. Las tardes se alternaban entre ver en MTV las luchas de monos de plastilina  (con los enfrentamientos entre Cristina Aguilera y Britney Spears o de ‘N Sync contra los Backstreet Boys)  y las discusiones acaloradas entre quiénes eran las mejores estrellas del pop.

En uno de esos enfrentamientos de palabras estábamos cuando en la acera de enfrente apareció el Maruchan, un morro de segundo semestre con el que recursaba la clase de Química en el turno matutino, Víctor se llamaba. Yo le hablaba, nos llevábamos bien, pero a Edgardo y al Penas les gustaba la carrilla y con gritos para que escuchara mejor hasta la otra banqueta le decían a Víctor:

—Pinche Maruchan, aunque la Camarona se haya operado la nariz sigue estando igual de culera—  le gritaban con sorna. Reían a carcajada abierta, llovían los insultos, yo les pedía que no siguieran, que el Maruchan era mi compa.

La Camarona era la hermana de Víctor, una muchacha rubia y popular de los últimos grados en la Preparatoria Regional, compañera de Heraclio, de el Güero y de el Caliente, otros compas a los que veíamos muy poco porque traían otros pedos.

Decían que el mote de Camarona surgió porque quitándole la cabeza a la morra todo lo demás estaba muy bueno, quizás se referían a que la susodicha no era muy agraciada de cara, pero sí de cuerpo.  Víctor vivía a unas cuantas puertas de la casa de el Cacahuate.

Durante las burlas e insultos, Víctor nunca levantó la mirada. Se notaba la urgencia de llegar a casa, rojo de coraje, apretando el llanto. Risas, más risas y burlas de Edgardo y El Penas — no sean ojetes, pobre morro— les recriminó el Aguado, quien pocas veces nos acompañaba porque no le agradaba la carrilla de el Penas y Edgardo.

Aguado nació en un suburbio de Los Angeles, su padre los trajo a México desde muy chicos y a pesar de haber cursado los últimos años de educación básica en México, Aguado usaba el lenguaje marcado del pocho, le gustaba vestirse holgado, el atuendo era de cholo. Lo respetábamos por ser excelente amigo y persona, nunca se metió en problemas con nadie, hasta esa noche, aquel martes, en que tuvo qué purgar por culpas ajenas, cuando tuvo qué pagar, por su forma de vestir y de hablar.

Durante la cena en un puesto de hamburguesas, renació la discusión, la razón, mi inconformidad y la de el Aguado por la actitud de los humillantes. Después de los alimentos, el regreso al coche. La familia de Víctor estaba en la calle, la madre fúrica, en pijama; el teléfono inalámbrico en la mano, el padre, médico de profesión regresando los insultos que hacían a sus hijos, Víctor, hecho un mar de lágrimas de coraje e impotencia, la hermana, chillando  de rabia.

La madre Maruchan señalando a Edgardo, quien era de todos los amigos el más bajo de estatura:

—Tú, pinche enano, ya me tienes harta, pero ya, ¡hasta aquí! Ya me cansé de que le falten al respeto a mi familia, ya le llamé a la patrulla— la rabia de aquella mujer nos espantó, corrimos al auto, aparcado afuera de la casa del Cacahuate.

Patrullas, sirenas, alto, cañones de armas largas apuntando a menos de un metro en nuestras caras. El espanto, el miedo, el terror, mediante una autoritaria orden descendimos del vehículo, manos sobre el coche, basculeada de rutina que incluía manoseo. Revisión del auto, colocación de esposas en parejas, a Aguado le tocó solo. La patrulla fría, igual la esposas.

Vecinos, familias completas, mirones salían de sus casas, otros paseantes se detenían a observar el espectáculo de cinco estudiantes de preparatoria que habían atacado verbalmente a un muchacho y a toda su ralea completa. Hasta el Cacahuate y su familia salieron a ser testigos de nuestra detención.

La familia Maruchan se acercó completa a la patrulla, la madre irritada señalaba con el dedo al Aguado y a Edgardo — son esos dos, llévenselos, refúndanlos, ya me tienen hasta la madre.

Todo lo contrario pasaba con Víctor, quien señalaba a mi persona como inocente — oficial a él bájelo, yo lo conozco, no tiene nada que ver.

—Que se vayan todos de una vez—  dijo el policía ojete en tono burlón.

A cada uno le preocupaban cosas distintas; pasar por la plaza en donde seguro algún conocido nos reconocería, quien avisaría a nuestras familias, cuánto tiempo nos irían a retener. Nos pasearon por todo Tepa.

Interrogatorio, datos personales, incautación de prendas mías y un Nokia 5120 con carátula verde que era la que correspondía a ese día, era la moda, cambiárselas. Las agujetas de los tenis para evitar mi suicidio en prisión, la cartera con un billete de cincuenta pesos, unas cuantas monedas; y mi dignidad.

—Van a tener que dormir aquí, no está el juez para que los dejen ir, hasta mañana temprano—dijo uno de los agentes que nos había recibido.

Nunca supe su cargo, comandante, general, capitán, era lo de menos, era la autoridad que nos remitía por andar de groseros con la familia Maruchan.

La luz artificial entraba por los barrotes, aquellos que sólo habíamos visto en telenovelas, películas o series de televisión. Nuestro dormitorio temporal, piso amarillo, un hilo de orines dividía la celda en dos frentes, un excusado en donde las necesidades fisiológicas se hacían a la vista de todos.

Ahí estaba Rito, mi vecino de toda la vida, hermano de Pascual y de Moy, lo detuvieron por malacopa, llevaba tres días encerrado, no podía pagar la multa —¿Qué pasó Nacho, qué haces aquí, por qué te apañaron? se va a enojar doña Rosita— me dijo.

En la celda contigua dos muchachos, habían sido aprehendidos por portación de drogas —¿Qué pedo mi Nacho, por qué le caíste aquí bato?, si tú eras de pandillas (de amistad) — dijeron los dos jóvenes al reconocerme.

Yo los conocía también, Pandillas de Amistad era una especie de secta en donde se reclutaba a adolescentes para vivir un retiro espiritual del tipo católico. En esa época había dos bandos; uno de la Parroquia de la Sagrada Familia, que era para los más desfavorecidos; y otro de la Parroquia de San Francisco representado por niños fresa de la ciudad.

Nosotros no terminábamos de entender por qué estábamos detenidos, por qué nos habían arrestado como a peligrosos delincuentes. Al Penas y a Edgardo los pusieron juntos en la misma celda, junto a los detenidos por portación de sustancias prohibidas, eran menores de edad. La cárcel estaba en la parte trasera del palacio municipal, en el lado más oscuro, más negro de donde se guardaban los poderes locales.

Aguado, el Niño y yo, compartimos celda, platicábamos, a veces nos reíamos, en otros momentos la reflexión en silencio. Mi teléfono celular sonaba, no lo habían apagado, el tono de “La Cucaracha” en ocho bits sonaba en mi móvil y retumbó en las altas paredes de la prisión local casi toda la noche. Pasaron un par de horas cuando dejaron libre a el Niño gracias a la influencia de su tío que trabajaba para el gobierno local. Nuestro cuate fue a la casa de cada uno de nosotros, entonces dejó de escucharse el tono revolucionario en mi celular. Nuestras familias mandaron cobijas, nunca bendiciones.

Las fuerzas se acabaron, el sueño empezó a vencernos cuando ya muy entrada la madrugada llegaron con Pedro. El rubio fue detenido por la policía acusado de agredir a un niño, hijo de un amigo con el que había reñido por un mal entendido. Varios días de fuga, hasta que por fin lo capturaron. Nos contó su historia, Aguado y yo escuchamos con atención, sin conocer de leyes alcanzamos a decirle que meterte a una casa ajena y mandar a un niño al hospital sí era un delito muy grave. Rito dormía, roncaba.

El frío comenzó a pegar duro, más intenso cuando empezaba a amanecer, una cobija no era suficiente abrigo para un cuerpo inerte en el piso de una celda sin puerta. Ya se escuchaba el movimiento, el cambio de turno, la esperanza. Un policía llegó hasta nuestra jaula en donde como pajarillos de ornato esperábamos pronta libertad, nos dijo que en unos minutos llegarían los del periódico para tomarnos la foto. La incertidumbre, el terror de aparecer en El Alteño, el periódico con sección de nota roja en donde publicaban fotos de personas detenidas por cometer algún delito, la sección más gustada entre los lectores; y si teníamos mala suerte, hasta los de Telecable iban a llegar.

El temible Capitán Neruda era el encargado de la seguridad pública en el municipio, un señor entrado en años, flaco y alto que  portaba un bigote negro delgado cortadito con tijera. Imponía su presencia de falso militar, sabía pilotear aviones, tenía fama de duro entre los duros. En pocos meses había acabado con las pandillas de cholos que asolaban algunos sectores de la ciudad. Creó un escuadrón de élite al que llamaban Operativo Escorpión  –“¡Aguas ahí vienen los escorpiones!”— decía la gente cuando se acercaban los policías especiales, traje negro, boina roja.

El nervio. Nos sacaron del encierro para la foto, el Aguado y yo volvimos a ver a Edgardo y a el Penas. Nos reímos para ocultar nuestro miedo a la cámara, hablamos poco sobre cómo habíamos pasado la noche. Cuando nos preparaban para hacernos famosos entre la comunidad lectora del periódico semanal, uno de los policías se acercó al fotógrafo para decirle que no éramos nosotros a los que había qué retratar, sino a los otros muchachos, a los de la celda contigua, a los que habían atrapado con un churro de mota mientras le quemaban los pies a Judas. Nunca supimos si de verdad había sido un error lo de la foto o sólo querían darnos un escarmiento.

Nos llevaron a la oficina de Neruda, nunca ante el juez de barandilla. Regaños sin alzar la voz. Nos preguntó nuestros nombres y edades, nos señaló a Penas y a mí.

—Ustedes pasen por sus cosas, se pueden retirar, no tienen nada que ver.

La alegría se mezcló con la furia, ambas debieron contenerse para no meterse en nuevos problemas ni perjudicar a los que se quedaban. Parados con la cabeza gacha, Edgardo y Aguado seguían recibiendo los regaños.

Los absueltos de toda culpa dejamos la oficina. Llegó la familia Maruchan, la madre relevó al jefe policiaco en los regaños, ella sí gritaba, los alaridos se escuchaban hasta la oficina en donde los liberados recogíamos nuestras pertenencias. Todo completo, todavía estaba el billete de cincuenta pesos.

El Penas y yo salimos a la calle, respiramos una bocanada de aire fresco de la mañana de marzo, esperamos sentados sobre nuestras cobijas en el suelo de los portales en la plaza principal, la gente pasaba y nos veía como a extraños, no teníamos la finta de los limosneros que habitualmente mendigaban por el centro.

Vimos salir airosa a la señora Maruchan, con sus muchachos y marido tras de ella. Madre Maruchan había logrado que los muchachos se comprometieran delante de la autoridad a no molestar más a la hija. El jefe policiaco los invitó casi de manera voluntaria a que pidieran disculpas a la familia, lo hicieron viendo al piso, sin expresión alguna.

Edgardo y Aguado recibieron también el perdón de la autoridad, previo pago de 350 pesos de multa por el delito no grave de hostigamiento, sus padres habían acudido a pagar a la presidencia municipal, Aguado nunca había visto a la señorita, menos al hermano, era muy callado, respetuoso y reservado.

Su único delito: vestir como cholo.

 

 

                        Glosario

 

Güero                                   Persona de piel blanca, no siempre con cabello rubio

Chavalo                                Muchacho, joven, menor de edad

Endilgarnos                          Comernos, tragarnos

Jochos                                  Hot dogs (perros calientes o pan con salchicha)

Compa                                  Amigo

Punk                                     Movimiento cultural surgido en Reino Unido en los años 70 como protesta de la juventud urbana

Morro                                    Niño

Carrilla                                   Burla

Culera                                    Fea

Pedos                                    Otros asuntos

Morra                                     Mujer, niña, fémina joven

Ojetes                                    Malas personas, desconsiderados

Morro                                     Niño, muchacho, adolescente

Pocho                                    Hijo de padres mexicanos, nacido en Estados Unidos de Norteamérica

Cholo                                      Que ha adoptado las costumbres y los modos de la sociedad urbana e industrial.

Mirones                                    Los que miran con impertinencia o curiosidad

Basculeo                                  Revisión de rutina sobre el cuerpo humano o pertenencias de un individuo

Malacopa                                  Persona que cuando se emborracha o bebe alcohol se comporta de una forma que saca de quicio a los demás.

Apañaron                                  Atraparon, arrestaron.

Pedo                                         Hacer alboroto

Bato                                          Es palabra del argot delincuencial español, que se habría reducido a “vato” y así se presenta en el habla mexicana. … El mismo diccionario da cuenta de otro bato y escuetamente dice que es del caló gitano y significa “padre

Niños fresa                                Persona que puede o no pertenecer a un grupo social de clase alta, tiende a discriminar a los más desfavorecidos.

Churro de mota                         Carrujo, toque, la baiza, cigarro de mariguana

Quemarle los pies a Judas        Fumar mariguana

Gacha                                        Con la cabeza abajo, viendo al piso.

Este texto pertenece al libro «El habla de los Altos de Jalisco» del Colectivo El Tintero
Biotiquín

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