Ray Gómez | 04 de marzo de 2025
La lengua es un terreno movedizo donde las palabras se deslizan, se transforman y, en ocasiones, nos revelan verdades inesperadas. Ayer, mientras masticaba este curioso soliloquio, llegué a cuestionar la naturaleza de los seres humanos desde un punto de vista lingüístico y etimológico. Y es que según la Academia de la Lengua Española, los humanos sí somos roedores, porque podemos roer: ¡Sí podemos roer según la definición del verbo, los humanos podemos roer!
La afirmación parece absurda a primera vista, pero tiene su base en la lógica de la gramática. En el español, el verbo «roer» nos es tan propio como «comer» o «beber». Podemos conjugarlo, podemos ejecutarlo, podemos desgastar un trozo de pan con los dientes sin dejar de ser Homo sapiens.
La acción de roer, sin embargo, nos coloca en un dilema taxonómico: si podemos roer, ¿significa que somos roedores? En un juego de palabras, la respuesta sería afirmativa. Este razonamiento recuerda la famosa frase de la difunta Paquita la del Barrio: «Rata de dos patas».
Más allá de la expresión coloquial y la carga metafórica de la afirmación, la conexión entre el roer y la condición humana nos lleva a reflexionar sobre cómo el lenguaje es capaz de reformular nuestra visión del mundo.
Si seguimos esta línea de pensamiento, podríamos aplicar la misma lógica a otros verbos. El verbo «reír» solo aplica al ser humano, porque la acción de reír se atribuye exclusivamente a nuestra especie. No decimos que un perro «ríe»; en todo caso, podríamos decir que «ladra con expresión jubilosa». Pero en el caso de «roer», el verbo trasciende especies y nos incluye sin que nos demos cuenta.
El lenguaje es así de fascinante. En su rigidez estructural también hay grietas por donde se cuelan interpretaciones inesperadas. Y en esas fisuras se encuentra la belleza del juego lingüístico: una simple observación sobre un verbo nos convierte, aunque sea por un instante, en roedores de palabras.