Por: Héctor Iván Bautista Hernández
(A mi padre y a todos aquellos migrantes que dejan a su gente y sus muertos en busca de la tierra prometida)
Comenzaba la segunda mitad de la década de los ochenta para todos los mexicanos. La nación, el pueblo, se recuperaba de los daños del terremoto, la economía no mejoraba para nadie, no importaba que tan larga fueran las jornadas, el dinero pagado era muy poco y más en aquellos lugares donde la pobreza y la desigualdad son las gobernantes eternas. Y en un lugar muy apartado del estado de Oaxaca la situación no era mejor, ya había pasado mucho tiempo de cuando vino aquel sacerdote de tan lejos como misionero al pueblo, las personas de la comunidad seguían saliendo rumbo a Estados Unidos o a otros lugares dentro de la República Mexicana, buscando algo que podían no encontrar en su lugar de origen.
Armando tomaba el café de la mañana junto a su tío Alfredo, el último café antes de partir y dejar atrás el pueblo que lo vio nacer y crecer — quédate ándale, pídele trabajo a José, el hijo del finado Juan, ve a ayudarle a torcer caña y hacer panela en su rancho, o ir a cortarle su café — le dijo su tío para convencerlo de que no se fuera.
—Todos los paisanos que se fueron de aquí dicen que les está yendo bien y yo también me quiero ir pa’llá, si caro es que está todo y poquito es que pagan aquí.
—Pero bien sabes qué difícil es que está llegar al Norte, y luego los gringos te van a tratar mal, luego te agarra la migra y se acabó todo.
— Pues yo no voy al Norte, voy a Jalisco, tengo amigos que tienen tiempo viviendo ahí y ya no es que digas que estoy tiernito.
—Ya sé que estás macizo, pero puro dinero es que quieres, si es lo mismo que en el Norte ir allá. Esa hora que vino el padre y los tres hijos de Rita se jueron con él para Tepa y dicen que les pagan menos por ser de aquí — seguía insistiendo para que Armando recapacitara.
—Pues ya luego veo yo, ayer compré el boleto para Oaxaca, y ya de ahí en la central de segunda agarro camión para México y luego para Tepa.
—Haz lo que quieras entonces vaya — fue lo último que dijo Alfredo.
Armando se levantó de la mesa, le dio el último sorbo a la taza de café, memorizando el sabor del café que él mismo había despulpado y tostado la semana pasada, el dulce sabor de la panela y el barro de la taza, pasaría mucho tiempo para volver a sentir el peculiar sabor; si es que volvía alguna vez.
Esa misma mañana partió en el autobús a Oaxaca de Juárez, llevando sólo consigo en su morral un par de mudas de ropa y algo de comer para el viaje de más de cinco horas, una carretera con interminables y sinuosas curvas desde la Sierra de Juárez a la capital. Cuando el autobús finalmente llegó a su primer destino Armando se sentía mareado, salió a caminar un poco fuera de la central, era obvio que ya no se encontraba en su pueblo, el ruido de una ciudad en movimiento, el esmog de los vehículos, la fetidez del drenaje y los restos en descomposición de los puestos de comida formaban el aroma del aire que ahora inundaba sus pulmones, aquel aire fresco de los árboles de la sierra comenzaban a ser sólo un recuerdo.
Se acercó a un puesto de comida, una señora echaba tortillas en el comal mientras atendía a sus clientes, pidió un tamal de chipil y una memela con frijoles. Mientras comía alcanzaba a escuchar un gran bullicio a lo lejos, no le había prestado atención hasta que el ruido se comenzó a volver más fuerte.
— ¿Qué es casi lo que echa tanto ruido?— le preguntó Armando a la señora del puesto.
—Ah de seguro los maestros que andan siempre en huelga, nomás no trabajan esos ¿no eres de aquí o qué?
—No, yo soy de la sierra, de la Sierra Juárez.
—Pues apúrate, sino ora se ponen a bloquear la carretera, ora a quemar camiones y luego ya no vas a poder salir.
—Bueno, ¿cuánto por va ser?
—200 pesos.
Dio las gracias y fue rápido a la central, ya estando ahí se sentó a esperar su camión, serían ahora cerca de ocho horas de viaje hasta la TAPO (Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente). Llegó ya en la noche a la Ciudad de México, la ciudad, ahora era más grande que la que había dejado, el cielo con un tono grisáceo más notable, el aire tenía mal olor, no se podía saber si era la misma contaminación de la ciudad o el nauseabundo sopor que emanaba de los baños públicos dentro de la terminal. Confundido veía el ir y venir de las personas que iban y llegaban, encuentros y despedidas, los boleros uniformados y regenteados por un obeso y grasiento individuo; y los policías corriendo a la gente que pedía dinero, todo a un ritmo acelerado.
Era hora de seguir su camino, ahora tendría que trasportarse en Metro hasta la Terminal del Norte, así que dejando atrás la central camionera, sorteando puestos de vendedores ambulantes se dirigió a la estación del metro de San Lázaro, una vez ahí el asombro y la incredulidad hicieron presa del oaxaqueño, sentía perderse en ese mar de gente y la velocidad con que corrían por los rieles del metro los furgones. Subió al vagón que lo llevaría cuatro estaciones después a la estación Oceanía para de ahí transbordar hacia la línea que lo llevaría a su destino siete estaciones posteriormente, una vez en la Terminal del Norte y asegurar su boleto para su siguiente destino, tomó un ligero refrigerio que compró dentro de la central camionera a un precio exorbitante. Desde ahí escuchaba los altavoces y de pronto una voz femenina anunciaba el autobús con destino a Tepatitlán, se preparó para salir al andén, después de pasar casi todo el día viajando, finalmente en siete horas más llegaría a la afamada ciudad de la que tanto habían hablado todos sus paisanos.
Llegó en la mañana del día siguiente, ahora la ciudad era pequeña, carecía del movimiento de las capitales y desde ese momento este municipio se convertiría en su nuevo estilo de vida y el lugar donde viviría. Tomó un taxi y dio la dirección de su amigo Ramón, quien lo estaría esperando para cuando Armando llegara a Tepatitlán. Tocó a la puerta, luego, alguien abría la puerta y le sonreía.
—Si pronto es que llegaste, yo dije vas a tardarte unos días más, pero lo bueno que llegaste bien ¿sí no? — dijo Ramón mientras lo acompañaba a entrar a la casa.
— ¿Qué tal tu viaje? ¿Los maestros te dejaron pasar?
—Bien largo y cansado y sí, agarré camión a buena hora.
—Cuando yo fui a Oaxaca, esa hora que me vine pa’cá no me dejaron pasar los güeyes, al purito que llegué ya estaban en el zócalo desde buen rato, ya pasé por ahí cerquitas de con ellos y ¡futa! que juerte que olía a caca, a puro jundillo, de que no se bañaban ni nada por estar ahí echados como vacas.
–—¿Así casi es que son?
—Así casi es que son. Vente a almorzar, hay frijol y pa’ que tomes café
–—¿Y este frijol todo güero?
—Es que aquí no comen frijol negrito.
—Mmm te digo, igual orita me lo jambo.
—Mira cómo es que comes, se ve que estabas atrasado, cuando acabes hay un cuarto vacío con unas cobijas que me sobra, vas a tener que dormir en el suelo, a ver si no te deshaces.
—Si acostumbrado es que ya estoy a dormir en el suelo de todas las veces que nos tocaba dormir en el rancho.
—Pa’ que mañana me acompañes a ver si te dan trabajo en donde estoy yo en la obra.
—Sí, gracias. Feo que está este café ¿de cuál casi es qué es?
—Es instantáneo, pero ponle azúcar pa’ que se le baje lo amargoso.
Armando se terminó el café, después de varios sorbos le agarró el gusto y se fue a descansar. Al día siguiente se levantó temprano, Ramón y él desayunaron juntos, terminando fueron caminando hasta el lugar donde se estaba construyendo un nuevo fraccionamiento.
—Mira, ahí’stá el encargado de la obra, yo digo que sí te da trabajo, nada más no te me vayas a echar para atrás porque me haces quedar mal.
—No, vamos pues.
—Oiga don Nacho, venga pa’cá por favor — gritó Ramón mientras que se acercaba al encargado —este es mi amigo y quiere empezar a trabajar con nosotros, nomás que usted le dé permiso y ya está.
—Dime primero qué es lo que sabes hacer —dijo don Nacho dirigiéndose directamente a Armando.
—Lo que usted me diga que haga le aseguro poder hacerlo.
—Pos muy bien, y qué ¿Tú también eres de Oaxaca?
—Sí, ¿Por qué? ¿Pasa algo? — recordó de lo que le había hablado su tío antes de salir del pueblo.
—Pos porque no pareces de aquí y hace rato que hablastes me di cuenta porque sí te escuchastes bien cura.
—Ah ¿Cuánto me va a pagar?
—Te doy mil el día si te parece.
—Sí, me parece bien — la verdad era que aunque Armando estaba advertido de la situación, no sabía cuánto era lo que se les debía pagar por esos trabajos.
—Pues tons a darle, quiero verlos trabajar a los dos.
Y así se les fue el día trabajando horas y horas bajo el sol, Ramón parecía molesto por algo, pero se quedó en silencio todo el tiempo que estuvieron cargando y descargando sacos de cemento de un tráiler. Cuando terminaron de trabajar se fueron camino a casa y Ramón comenzó la conversación.
—Se me olvidó decirte como se manejan las cosas aquí, te están pagando muy poco, a los otros les pagan hasta $1,200.00 o $1,500.00, don Nacho te vio la cara de menso.
—Pero a mí se me hicieron bien, en el pueblo a veces trabajando todo el día y ganaba unos mugrosos $500.00.
—Pues por eso mismo, la gente de aquí sabe que en Oaxaca pagan menos en los trabajos y por eso nos quieren ver la cara, ya me ha pasado más de una vez, sólo que ésta no me dejé y pedí lo que es. No dejes que se aprovechen de ti.
— ¿Y yo cómo voy a saber cómo es aquí todo? no llevo ni la semana viviendo.
—Pues olvídate ya de Oaxaca y del pueblo, si ya no es que estamos allá. Si quieres tener buenas oportunidades y te vaya bien no sólo en el trabajo, tienes que ir cada semana a la iglesia, al templo vaya, también estar con el partido favorito de la gente, ya sabes ese del color azul y sobre la adoración a los rubios ahí sí que ya no podemos hacer nada.
—¡Uy! Facilito es que está todo eso entonces. Pero no creo que así casi es que sea toda la gente de aquí.
—Si quieres vivir aquí o en cualquier otro lado te acostumbras a las cosas o te quedas dónde estás.
—Ah, gracias…
Armando se sentía frustrado, pero siguió adelante, ya pasando los años encontraría lo bonito de vivir en Tepatitlán, pero este, había sido un día muy pesado y se sentía algo deprimido, siempre en los momentos tristes se llega a experimentar ese sentimiento profundo de nostalgia, pero no tenía ningún otro lugar donde quedarse así que tuvo que seguir a lado de Ramón hasta que pudiera salir de ahí. Pasó casi un año cuando con lo poco que había ganado, ahorró y se mudó a unos departamentos baratos, de alguna manera Ramón ya no era como lo fue en el pueblo, se molestaba cuando le decía alguna frase en zapoteco o hablaba de algo relacionado al pueblo.
La vida seguía su curso en Tepatitlán y junto con ella la oportunidad de crecimiento para la región, muchas empresas comenzaban a invertir en el municipio y Armando podría solicitar el trabajo que siempre aspiró, con un mejor sueldo y las prestaciones de ley; y así lo hizo, comenzó a laborar en una empresa que venía de la capital del país, a cuyos directivos, a diferencia de los empresarios alteños, no les importó cómo se viera o cómo hablara ni él ni cualquiera de los otros empleados contratados. Después de un corto tiempo su siguiente meta sería comprar una casa propia y poder conocer a alguien con quien formar una nueva familia.
En el futuro podrían llegar más personas de aquel lugar, de aquella sierra de ese estado, caminarían por las calles e iniciarían la búsqueda de la felicidad hablada por sus paisanos, los que ya llevaban años viviendo en Tepatitlán. La ciudad aún era pequeña, por lo que no sería sorpresa que ya dentro de la rutina del vaivén de las personas que van a trabajar o dejar a sus hijos en las escuelas, alguien se encontrara con Armando saliendo con la frente en alto del templo del que era un prominente ministro de la Eucaristía, notarían además que ese acento sureño ya no se encontraba en sus palabras; o posiblemente saliendo con orgullo de la casa del ahora su partido político favorito, escalonado en importancia sólo un poco más abajo de su amor a su religión, miembro y difusor de la actual globalización unilateral.
Aunque tal vez sólo ya ahora, y muy en el fondo, reprimida esa nostalgia, el recuerdo de su niñez y adolescencia, la comida y sus condimentos, el aroma y la fuerza de su café, su gente y sus muertos, su esencia y su origen, formarían en lo sucesivo su metamorfosis de pueblerino a citadino.
GLOSARIO
Acostumbrado es que estoy Estoy acostumbrado
Al purito que llegué En cuanto llegué
Así casi es que sea Así sea
Así casi es que son Así son
Atrasado Hambriento
Bien cura Chistoso
Chipil Hoja comestible
Cuánto por va a ser Cuánto es
De cuál casi es De cuál es
Desde buen rato Hacía tiempo
Esa hora que Cuando
Estoy tiernito Soy un niño
Feo es que está este café Este café está feo
Finado Difunto
Haz lo que quieras entonces vaya Vaya, haz lo que quieras entonces
Jambo Como, trago
Macizo Grande (persona)
Memela Tortilla gruesa con frijoles y salsa
Mira cómo es que comes Mira cómo comes
Panela Piloncillo
Poquito es que pagan aquí Aquí pagan poquito
Puro dinero es que quieres Lo que quieres es dinero
Qué difícil es que está Está difícil
Qué es lo que casi echa tanto ruido Qué es lo que hace ruido
Si caro es que está todo Todo está caro
Si pronto es que llegaste Llegaste pronto
Si ya no es que estamos allá Ya no estamos allá
Y ya no es que digas Y no digas
Este texto pertenece al libro «El habla de los Altos de Jalisco» del Colectivo El Tintero