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Foto: Calle Hidalgo en Tepatitlán

Tepatitlán, una ciudad en los recuerdos

María Martha González | marthamar1980@hotmail.com | 9 de diciembre del 2018

Una hermosa tarde en la que el cielo de Tepatitlán estaba cargado de nubes gruesas de agua, nos encontrábamos mi padre don Jesús González y yo sentados en cómodos equipales en el corredor de nuestro hogar, mientras caían las primeras gotas de un fuerte aguacero empezamos a recordar la forma como estaba construida anteriormente nuestra casita, las paredes de adobe colorado, los techos altos (por eso eran muy frescas las casas) corredor y cocina tapados con tejas y en ésta su banquito forrado de cemento, el fogón en una esquina y su molino al entrar al lado derecho, eso sí, el patio lleno de macetas siempre colmadas de diferentes flores malvas, belenes, gardenias, rosales, plantas medicinales, entre otras. Al fondo de la finca el baño, era el típico estilo de todas las casas.

El aguacero empezó y hubo necesidad de movernos a un cuarto para evitar mojarnos bajo las goteras.

– Papá platíqueme ¿Cómo era la alameda en sus tiempos?

Mira hija – me contestó – era una hermosa entrada a la ciudad, había unos grandes árboles, eucaliptos y gigantes enmarcaban la calle rial que así se le conocía. Haz de cuenta que hacían valla a todos los que entrábamos por ahí como dando la bienvenida, al lado derecho estaba lleno de hortalizas y flores que luego algunos habitantes consumían, enfrente de esto había cañas dulces. Los domingos pasaba mucha gente. Se divertían los niños. Los jóvenes se conocían, pero no se arrimaban a platicar con las muchachas porque las acompañaban sus papás o los hermanos, se apreciaba la alameda muy colorida. Tu madre platica que todos los lunes pasaban y lo siguen haciendo los devotos del Padre Ubiarco a rezarle al “palito”, que así reconocen al árbol donde lo ahorcaron.

En la  alameda en tiempo de aguas, se crecía el río tanto que no dejaba cruzar a nadie, cuando yo venía del rancho, tenía que esperarme en ocasiones hasta horas a que se bajara la creciente para poder avanzar, pero de ahí no pasaba, por eso cuando andaban haciendo el hospital del seguro social, les decíamos a los ingenieros que no construyeran en ese lugar porque se inundaba, pero no hicieron caso, decían que habían hecho estudios y que no pasaba nada. Ellos verán los resultados y que Dios no me permita estar hospitalizado en tiempo de aguas.

En Tepa las calles estaban empedradas, había pocos carros y camionetas, no había preferencia para los vehículos, se manejaba con mucha precaución, el pavimento lo vinieron poniendo en los años sesenta.

Cuando empezaron a meter el agua a las casas, llegaba toda revolcada como si trajera lodo, había que ponerle cal y dejarla asentar un rato para poderla usar en casa, y para las yerbas y el baño traíamos del “pozo prieto”, cualquier persona podía sacar agua de ahí y nadie cobraba nada, hasta que un presidente de Tepa se lo vendió a don Jesús Martín del Campo, que vendía cal y ladrillo de mosaico.

La luz ¡ojalá y vieras! Los foquitos daban una lucecita bajita bajita, alumbraban muy poquito pero a tu mamá se le hacía de los cielos esa luz, porque antes cuando se ponía a remendar se aluzaba con  una velita de parafina o un aparato de petróleo.

Cuando metieron la electricidad a Tepa, el señor que se propuso hacerlo le prometió al Señor de la Misericordia arreglarle su templo con luz y lo cumplió, enmarcó las torres con focos, se divisaban desde lejos bien iluminadas, y por dentro igual, la parte de arriba todo alrededor lleno de focos, los prendían en las fiestas y los días treinta de cada mes, hasta los años ochenta hicieron un cambio total de luces.

-Que me dice de los sepelios ¿Cómo eran?

– Han pasado muchos cambios hija, desde la elaboración de ataúdes, hasta las costumbres de velar a los difuntos. Tepa tenía su propio lugar donde hacían los cajones de muertos, estaba como apropiado el recinto, aquí por la calle Hidalgo, donde ahorita está el Real Casino (salón para fiestas), era el lugar donde los hacían, pasabas por la banqueta, y por las puertas veías allá abajo como en un sótano, los hombres golpe y golpe poniendo los clavos en las maderas, apenas se veían de la calle los foquitos que daban tan poquita luz, se veía medio tenebroso.

– Sí- dije- yo apenas me acuerdo como un sueño, que cuando pasaba por ahí pegaba carrera porque se me figuraba que me jalaban y caía adentro de un cajón. ¿Cómo velaban a los difuntitos?

– Antes no había salas de velación, ya que las salas de las casas cumplían con tal función, los parientes y vecinos traían de sus casas lo necesario para preparar agüitas calientes, y ellos mismos se encargaban de ofrecerles a los visitantes; les decían su misa de cuerpo presente y enseguida al “pantión”, cargaban el féretro cuatro hombres, podían ser familiares o bien los “zopilotes” que así les decían a los trabajadores de la funeraria, bajaban por toda la calle Hidalgo hasta el camposanto, siempre sabíamos quien se había muerto, ya que por aquí los pasaban y antes nos conocíamos todos.

– ¿Se acuerda del nombre del sepulturero?

– Sí, era nuestro vecino don Matilde Gutiérrez.

-Curiosamente, cuando mi papá mencionó el nombre del sepulturero, se vió una vislumbre y enseguida un ruido muy fuerte, había caído un rayo y creímos que fue en el Santuario del Señor de la Misericordia porque se fue la luz, y como estábamos tan enternecidos en el relato de mi papá, ni nos dimos cuenta que era de noche y decidimos continuar otro día.

Al día siguiente por la tarde muy parecida a la anterior, nos volvimos a repantigar en los mismos equipales de carrizo, madera y cuero,  mi madre doró unas semillitas de calabaza que nos sirvieron de botana y en esta ocasión, ella también quiso sentarse a escuchar las narraciones que mi padre hacía. Antes de iniciar con mis preguntas, él mismo comenzó a platicar que donde ahorita se encuentra el Museo de la Ciudad, antes era la Escuela Niño Artillero, sólo para varoncitos de primaria, y que antes de ser escuela fue la casa del párroco del Santuario del Señor de la Misericordia. Para hablar de este recinto y su bendita imagen necesitamos tiempo especial para hablar de semejante milagro; para no desviarnos de lo que estábamos platicando, continuó  diciendo:

-¿Te acuerdas del lugar que te dije donde hacían los cajones de muerto?

– Si me acuerdo- respondí.

– Pues casi enfrente donde ahorita están unos negocios de los Ontiveros se encontraba la farmacia “Lux”, tenía un piso de mosaico amarillo con unas que parecen estrellas azules, y donde ahorita es el hotel virreyes antes era el hotel Navarro, al fondo tenía un salón que lo rentaban para fiestas de bodas o graduaciones, enseguida estaba una cantina con puerta de esas que ya sólo se ven en las películas, de dos hojas que se abría para afuera y adentro y los chiquillos traviesos asomándose por abajo a ver que veían.

En la esquina donde íbamos, estaba el Restaurant “Palacio”,  en las noches amenizaba el lugar al piano un gran maestro, Chuyito Maciel, ¡qué manera de interpretar la buena música!, acudían a ese lugar no sólo los jóvenes, también personas mayores, que en ocasiones solicitaban ciertas piezas musicales o incluso las dedicaban a alguna dama.

Ya con ochenta y seis años se olvidan las cosas, pero mira, en la esquina sur de esa cuadra, guardaron la imagen del Señor de la Misericordia mientras terminaban su templo. Después en ese mismo lugar se ubicó el primer banco que se instaló en Tepa con el nombre de “Banco de Jalisco”,  con el paso del tiempo le cambiaron a “Banco Industrial de Jalisco”, como unas cinco puertas para arriba un tiempo tuvieron su oficina los judiciales, enfrente estaba una panadería y los trabajadores madrugaban a las cuatro de la mañana para tener el pan y birote calientito para el desayuno.

– Oiga papá y la esquina de la Presidencia Municipal, que en este año, mil novecientos noventa y ocho, actualmente es el Registro Civil, ¿siempre ha sido eso?

– No, ahí era la Cruz Roja, cuando de repente se oía la sirena de la ambulancia, mucha gente corría a la puerta y formaban una valla para ver al accidentado, afortunadamente había pocos accidentes. Enseguida de la Presidencia Municipal ubicamos el “Cine Alteño”; pasaban películas de Jorge Negrete, Pedro Infante, Sara García, Joaquín Pardavé y muchos más. Era el lugar indicado para actos académicos de graduaciones, ¡ah! tú te acuerdas de la tuya del Colegio Chapultepec.

– Si papá tiene razón, también ahí se llevaban a cabo los eventos de las mamás los días diez de mayo. Oiga papá y ¿cómo eran las serenatas?

– Muy bonitas, los domingos las muchachas ya te había platicado que en la tarde se iban a la alameda con la familia, pues en la noche se ponían sus mejores galas, bien peinadas y guapas que siempre han sido las mujeres de por acá; en hileras de dos o tres daban vueltas en la plaza caminando y platicando, los muchachos hacía lo mismo pero al contrario de ellas, se les regalaban flores, se les aventaban serpentinas y de ahí empezaba muchas veces un noviazgo. Para las fiestas del dieciséis de septiembre, alrededor de la plaza adornaban camionetas o carros con flores de santa maría y se aventaban de un  vehículo a otro, esto era para recordar las batallas de la guerra de Independencia. Se ponía el volantín en la calle entre la Parroquia de San Francisco y la plaza, caballitos, sillitas voladoras, rueda de la fortuna y también tiro al blanco. Se acomodaban las “closter” por la calle Zaragoza y cuando llovía se llenaba de gente no sólo a tomarse una cerveza, también a resistir el agua. Ya que estamos hablando de la plaza, recuerdo las terminales de camiones, pasando el cine estaba ”La Alteña”, al lado oeste del Restaurant Palacio los rojos de “Los Altos”, por la calle Esparza frente a la plaza estaban” los azules”, y años antes al lado sur de estos camiones se encontraba  la “botica” del médico don Jesús Martin del Campo, papá de los doctores Juan y Rubén del mismo apellido.

Mi mamá, la señora Josefina Hernández también estaba atenta a los recuerdos que hacía mi padre y le pregunto a ella.

– ¿Qué recuerdos de antes tiene usted mamá?

– Tu papá me ha hecho acordar de todas esas cosas, pero también recuerdo que el curato estaba donde ahorita tenemos la plaza Morelos, la puerta grandota de madera gruesa y maciza daba a la calle Samartín. En alguna ocasión fui y me atendió el Señor Cura Reynoso, un sacerdote muy ocurrente.

– Oye vieja –dice mi padre- platícale a nuestra hija ¿Qué hacían en las tardes las mujeres?

– Voluntariosa contesta mi progenitora –nos sentábamos en la puerta de la calle a hacer costura o tejer, y cuidar a los niños que se divertían jugando a los encantados, a la chucha, canicas y más juegos en el empedrado, pues casi no pasaban carros.

– Mi padre comenzó a recordar los baños “del edén” dijo que estaban por la calle Guadalupe Victoria donde hace calle cerrada la Tepeyac, era un lugar donde iban las mujeres con su canasta en el hombro llena de ropa sucia, a la entrada estaba un zaguán con varios lavaderos acomodados uno pegado al otro, ahí las mujeres lavaban su ropa con jabón de lejía, adentro había tendederos para que se secara la ropa olorosa a limpio y más adentro se encontraba una alberca donde la muchachada se divertía un rato nadando, por esa misma calle por la acera de enfrente como a media subida, vivía el Padre Sánchez que lo conocían como el Padre del colegio ya que estaba encargado de los alumnos del Colegio Morelos, también se le conocía como el padre de las “pildoritas”, ya que recetaba medicina homeopática y muy atinado. Por ese rumbo entre la calle veinte de noviembre y Manuel Doblado estaba el zanjón del diablo, platicaban los vecinos que le decían así porque un hombre tenía a su hija como pareja y que se había aparecido el diablo y se formó ese despeñadero.

-Oiga papá ya que andamos por aquellos barrios platíqueme de la Casa de Ejercicios.

– Por el año de mil novecientos cincuenta el señor Obispo que después fue  Cardenal de Guadalajara, le dio la orden al padre Agustín Ramírez de hacer una casa de ejercicios y se eligió en la parte alta al poniente de la ciudad. Se puso la primera piedra en febrero de 1953, terminando totalmente en septiembre de 1962, enfrente se hizo el Colegio Niños Héroes para niñas de primaria, el lugar para jugar era en la calle ya que el patio del colegio era insuficiente; el mismo sacerdote inició la construcción del colegio Juan XXIII entre las calles Ayuntamiento y Cuauhtémoc, ya no alcanzó a verlo terminado, fue el padre Antonio López Covián el que lo concluyó e inauguró.

– Deveras que a ustedes les tocó un gran cambio de Tepa- mencioné.

– Sí la verdad que sí.

– Papá, sé que no había kínder, ese grado escolar antes se le conocía como párvulos y sección, ¿recuerda cuál fue el primer kínder?

– Había escuelitas que algunas señoritas que tenían vocación de maestras pero nunca se pudieron preparar para serlo, en sus casas acondicionaban algún lugar y enseñaban las primeras letras, ahorita se me viene a la memoria la señorita Lola, decían que era muy estricta, pero bien que enseñaba a los niños a leer, ya como kínder fue el Tepeyac, que todavía existe por la calle del mismo nombre a un costado del Templo de la Virgen de Guadalupe, antes que fuera kínder le nombraban “la plazuela” y contaban que en ese lugar también se aparecía el diablo, después fincaron el kínder y el centro de salud.

-A mi padre le dio por recordar también las noches de sin energía eléctrica, mencionó que acostumbraban cenar al oscurecer, rezaban el rosario, se iluminaban con una vela o un aparato de petróleo, dormían temprano.

– También quise que mi papá recordara el treinta de abril ¿cómo era esa fiesta antes?

– Siempre ha sido la fiesta más grande de Tepa, es la fecha que se reúnen las familias, vienen los hijos ausentes de cualquier lugar donde estén viviendo, salía de su santuario la bendita imagen del Señor de la Misericordia el día veintiocho a la Parroquia de San Francisco. Al día siguiente regresaba a su casa el señor acompañado de varios carros alegóricos, bandas de guerra, la banda municipal y mucha gente caminando. Platicaba la gente de más antes que el carro del señor iba jalado por carretas de bueyes, ahora ya es por “jeeps”; yo tengo el gusto de haberlo remolcado con el mío algunos años; bueno no nos desviemos, mientras en el templo se festejaba de un modo, en la plaza había serenata, música, flores, castillos, palenque y no podían faltar las corridas de toros.

– Papá ¿Qué deportes o aficiones había en su juventud?

– ¡Ay hija! –exclamó con gran nostalgia- en lo que nos divertíamos los chiquillos era toreando a todo lo que envistiera, perros, gatos, chivos lo que fuera, en las calles nos la pasábamos jugando al toro y al torero. El día que había toros, desde las once de la mañana, había desfile con música anunciando la corrida en la Plaza de Toros “Carnicerito de México” que así se llamaba en honor al torero de la tierra José Loreto González López.

– Platíqueme de esa Plaza de toros.

Después de un gran suspiro de nostalgia empieza a decir:

-Era una plaza muy bonita hecha de adobe, por la calle Independencia y Manuel Doblado era la entrada de sombra, y la esquina de Esparza era el ingreso a sol. La inauguraron por el año 1940, un veinticuatro de diciembre Chucho Solórzano y Alberto Balderas con toros de la ganadería de Matancillas. Se llevaron a cabo muchas corridas de toros importantes, grandes toreros hicieron el paseíllo como Joselito Huerta, fue de los últimos que toreó aquí, era un ambiente muy sano, pero que caray nada es eterno en esta vida; en ese mismo “coso” se presentaban artistas como Antonio Aguilar con su familia y sus preciosos caballos educados, había funciones de circo, ponían una pantalla en la parte alta y pasaban películas, la usaron para diferentes eventos.

-Con el derrumbe de la Plaza de toros “Carnicerito de México” por los años sesenta concluimos recordando aquellos espacios y momentos que han quedado en la historia de Tepatitlán.

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