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Ser reconocidos en el rastro

Ale Díaz |@alegoriasdg |25 de septiembre de 2019

 

 Aquí, en el rastro estamos todos […], sin nadie que nos regale una mirada, solos y cobijados por la noche sola, agujerada por los coyotes que la caminan.

Elena Garro

Se le llama rastro a las huellas que se dejan al paso, pero también se le dice así a los mataderos. El rastro es el título de una obra de teatro, escrita en 1957 por Elena Garro, una «escritora maldita”, como se les llama a los escritores que llevan una vida oscura y traumática, que transgreden normas morales, políticas y religiosas; que viven excluidos, encerrados en la marginalidad. Son los indeseables, los incómodos.

La presentación de teatro de este sábado 21 de septiembre, en el marco del Festival Cultural Tepatitlán, me trajo vivos recuerdos de El Rastro, aunque no haya sido precisamente éste el montaje, sino La luz que causa una bala, obra ganadora de Muestra Estatal de Teatro de Jalisco (MET) del año pasado, y ahora trataré de contar por qué.

La inauguración del ciclo de teatro del Festival Cultural

La luz que causa una bala, obra de Saúl Enríquez, fue montada por el colectivo tapatío Pies hinchados, bajo la dirección de Gabriela Pescador. Se trata de una tragicomedia en la que un grupo de jóvenes intenta sobrevivir y dar sentido a su propio matadero. En la trama hay drogas, violaciones, muerte, reggaeton y muchas balas, es el contexto hipermoderno por antonomasia, no sólo en México, pero especialmente en México. La austeridad de la escenografía, la adaptación del espacio y la continuidad escénica la hacen muy dinámica, el ritmo se mantiene y el público asombrado observa los cuerpos atléticos de los actores, que entre acrobacias modulan sus voces para dialogar entre ellos en el preciso instante, sin falta de aliento ni imágenes poéticas sobre la violencia, el sexo y la muerte.

Una se pregunta ¿cuánto tiempo les llevó montar ésta obra? El disciplinamiento del cuerpo sorprende. Uno de los actores pasa de ser una maestra anciana a un perro angustiado por las balas: “Debo encontrar a mi amo. ¿Y si una bala lo ha encontrado antes?”- se pregunta.

El público observa curioso, expectante del momento en que tal vez alguna bala alcance alguno de los cuerpos jóvenes y tonificados. Una muestra de la obra puede verse dando click aquí.

La inauguración del ciclo de teatro del Festival Cultural de la ciudad me hizo recordar aquella vez que vi montada, en el mismo escenario, El rastro. Fue el 2 de septiembre de 2006, hace más de una década, precisamente trece años. Ahora sé que aquella vez fue la única que se montó. Me lo dijo Juan Luis Tovar, uno de los actores que en 2006 dieron vida a El rastro, y que ahora, en 2019, ha sido uno de los seis homenajeados en la inauguración del festival.

Juan Luis, que reside hace casi diez años en la Ciudad de México, ahora dirige la compañía de teatro de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).

En los últimos años nos hemos visto algunas veces en Ciudad de México, en Guadalajara o en Tepa.

Él vino este fin de semana a su terruño para participar en la inauguración del ciclo de teatro en el Festival Cultural, que conmemora el aniversario del paso de villa a ciudad, el nombramiento que se otorgó en 1883. Pero él no sabía que sería reconocido, él había venido a impartir un curso de la técnica Meisner, utilizada especialmente entre actores de cine, que tiene como propósito dar mayor naturalidad a las reacciones de los actores, particularmente en escenas de sorpresa o terror.

Por la noche, Juan Luis fue reconocido junto a algunos de sus profesores o compañeros, entre ellos el Mtro. Omar Gutiérrez, la Mtra. Lilia Mora, el Mtro. Chuy López, la actriz de televisión María Gonllegos, y el homenaje póstumo a la Mtra. Lupita Gutiérrez.

En el 2006, El rastro fue presentado por el grupo Expresiones, dirigido por el Maestro Ignacio Cortés Márquez.

Los diálogos, impregnados de insultos, iconoclasias religiosas y machismo, produjeron escalofrío y disgusto entre el público.

Muchos salieron en los primeros minutos, cuando escuchábamos: «¡Ya fregaron a la Divina Providencia!». Porque era incómodo ver al personaje principal, Adrián Barajas, invocar a su madre para matar a su esposa, como es incómodo mirar hacia abajo, hacia el mundo campesino que no ha cesado de vivir en el despojo y la violencia. Me pregunté por qué en esta ocasión, en una obra que también trata la crudeza de la violencia, la gente no había salido del auditorio…

Entre los guiños que encontré en La luz que causa una bala con El rastro, están el tratamiento del asesinato en el núcleo familiar y las representaciones dicotómicas de mujeres: la madre sin mancha, añorada por haber muerto, y por otro lado la mujer amante, manchada, que ahora, según su esposo, merece morir. Pero el aspecto que más me hizo sentido fue el de ser reconocidos en el rastro, el de pedir una mirada, ahí en el matadero, en la escuela, equidistante entre un enfrentamiento de grupos armados. «Es difícil mirar a alguien con la luz de una bala”, porque la luz que causa una bala es un centelleo muy rápido.

Con todo, a diferencia de El rastro, en La luz que causa una bala, hay esperanza. Sería tal vez el motivo por el cual no hubo una fuga considerable del público. O bien, el público esta vez no había salido por el reggaetón o, porque hubo globos y música y hasta risas.

O tal vez no abandonaron la sala porque no hubo iconoclasias religiosas perturbadoras, o porque hubo empatía o indiferencia con los personajes. Yo lloré desde el primer minuto, cuando se escuchaban las voces de conductores de televisión y de testigos narrando noticias del matadero: cuerpos, cabezas, colgados… Alguien me dijo después de la función que creía no haberla entendido, porque no le había gustado mucho. Quizá por la austeridad de la escenografía.

Después de hablar intensamente sobre la violencia que se vive y de cómo podía ser catártico verla cuando hacemos empatía con los personajes, pensando en la tragedia griega, me dijeron que tal vez había sido porque era una historia «de aquella clase social”, la de los invisibles, los pobres, los nuevos “olvidados” de Buñuel.

Me acordé de Elena Garro cuando dijo que ella pensaba que no podía ser asesinada por ser rubia, por ser distinta de aquellos “indios”, como ella llamaba a los colgados de Iguala, Guerrero… pero un día las intimidaciones de la guerra sucia tocaron a su puerta y se consolidó su asesinato literario, que había comenzado cuando se casó, como lo ha mostrado la investigadora Patricia Rosas Lopátegui en El asesinato de Elena Garro.

Ahora que pienso en lo que era yo y lo que era el país hace más de diez años, me doy cuenta de que ni siquiera entendía de qué se trataba El rastro, sólo recuerdo que me dolía, pero no lo suficiente para hacerme llorar. Hace diez años la famosa guerra contra el narco estaba por venir y yo era una estudiante recién llegada a la preparatoria, tan ingenua como se podía ser en aquel entonces en Tepa, una ciudad que para otros estaba perdida en el mapa, aunque fuera entrañable para nosotros, que tuvimos que enfrentarnos a los prejuicios de los capitalinos y su condescendencia, superar el sentimiento de inferioridad, de vergüenza, a quienes años después habíamos decidido explorar otros horizontes.

Los recuerdos. Hace más de diez años…

En aquellos años (2006-2010) conocí a tantas y tantos creadores: artistas, actores, fotógrafos, escritores, músicos… Éramos estudiantes casi de tiempo completo. Muchos trabajábamos para pagar nuestros libros de la prepa o de la universidad; los rollos fotográficos para la cámara (profesional, pero análoga) y revelarlos, o para comprar una digital.

También los instrumentos musicales, o los vestuarios. Yo quería ser fotógrafa o escritora, me incliné por lo segundo porque había una surtida biblioteca pública que prestaba los libros durante meses sin multas probables, además, mi primo Luis Mariano, y mi compañero Adán Martín, comenzaban a «hacer» fotos con las que yo pronto supe que no podía competir. Mejor traté de aprenderles algunas cosas y de disfrutar su trabajo. Ahora tomo fotografías terribles con mi celular porque me desacostumbre a usar cámaras. Fotografías de baja calidad como la que tomé a mi amigo Juan Luis cuando le otorgaron su reconocimiento. De baja calidad, pero con la intención plenamente consciente de registrar una mirada.

Juan Luis Tovar recibiendo el reconocimiento de parte de las autoridades de Arte y Cultura del municipio, Casa de la Cultura, 21 de septiembre de 2019.

Entre 2006 y 2008 conocí también a entrañables amigos, todos ellos apenas unos años mayor que yo. Por supuesto quería ser como ellos, porque habían ido a la universidad. También habían viajado al extranjero, sabían de todo y eran generosos en compartir su conocimiento, a pesar de mi torpe arrogancia, que en el fondo era complejo de inferioridad por ser unos años menor. Todo lo que ellos sabían y hacían me parecía muy atractivo. En el afán de dejar de ser ninguna, de ser una Doña Nadie, trataba de aprovechar mis jornadas para estudiar todo el día, en la prepa, en la biblioteca, en la tienda de mi tía donde trabajaba y en mi casa, ahí empecé a mal dormir y a padecer síndrome de evasión. La lectura y la escritura fueron un refugio para las tempestades que aparecieron después.

Escribía en mis libretas cada cosa que aprendía. Admiraba a Julio Ríos, a Elba Ramón, a Eduardo Castellanos, a Edgar Prado, a Gustavo González, y a algunos otros. Estos amigos, que además de ser universitarios y trabajadores en mil cosas para subsistir, eran también eventualmente escritores, algunos ya periodistas, como Julio y Lalo, que escribían sobre música, cine, historia y folclor regional, también Edgar, a quien llamábamos Gary, fiel admirador de María Gonllegos. Gustavo se volvió científico, microbiólogo… Yo llegué después a su grupo, ellos se habían conocido en el teatro, habían ido a La Habana, habían salido, sido vistos, habían cumplido algunos sueños… Este grupo escribía también en la revista Xóvenes y en el periódico Tribuna, ambos medios dirigidos por Julio Ríos, quien además de todas aquellas actividades periodísticas, que fue también el tiempo en el que se abría paso en medios de comunicación en Guadalajara, tuvo energía para emprender un proyecto con otros músicos, el grupo de heavy metal Beyond Age, aunque eso fue unos años después.

En Xóvenes conocí también a Carmina Nahuatlato, escritora, y a Emma Gómez, periodista. Más tarde, en el periódico, reconocí también a Cinthya Gómez, que había sido mi compañera en la prepa. Conocí a la Señora Elba Gómez Orozco, quien con su hija Elbita Ramón, me hablaron de Astrid Hadad y de otras formas de ser mujer, alternativas a las que yo conocía y fueron de gran apoyo en los años en los que me propuse estudiar Historia en Guadalajara.

Creo que lo poco que he hecho y lo que soy hasta ahora lo debo mucho a ellos, a esta red de amistades. Y aunque son apenas diez años, quisiera comenzar a hacer registro de ello, porque por haber estudiado Historia, sé que la memoria tiene mil trampas y entre más tiempo pasa, se hace más selectiva y hace descartes (supongo que ya hizo algunos). Como escribió Elena Garro “Yo sólo soy recuerdos y el recuerdo que de mí se tenga.” Pues aquí quisiera comenzar a poner y dar sentido a algunos de esos recuerdos que tengo de mis amigos para que cuando yo ya no esté, esos recuerdos que tengo de ellos, no se los lleve el viento.

 

Elsa Galindo interpretando El Calcetín de Astrid Hadad en las Tandas mexicanas, dirigidas por Ignacio Cortés Márquez, febrero de 2010. Entre los años veinte y cuarenta, en México surgieron commedias dell’arte llamadas “Tandas”. Estos espectáculos se popularizaron a raíz de la nueva conciencia nacionalista-proletaria. Las nuevas tandas fueron un homenaje a las del periodo posrevolucionario, cuando por primera vez en escenarios de los teatros aparecían tipos populares, se cantaban canciones nacionales y se hablaba no el castellano culto sino el argot de las clases bajas.

Conocí artistas muy talentosos y polifacéticos, no terminaría de nombrarlos a todos. Todos jóvenes y soñadores. Poco después, cuando fui reportera del Tribuna, conocí a Juan Luis. Porque supongo que no era aún mi amigo en 2006, cuando se presentó en El Rastro. Y fue sólo más de diez años después que hemos podido conversar sobre la fascinación e intriga que nos causan Elena Garro y sus obras.

Las Jilguerillas, interpretadas por Rodrigo Navarro y Juan Luis Tovar junto a un borracho, interpretado por un actor que no he podido identificar. Febrero de 2010, Casa de la Cultura, Zapotlanejo, Jalisco.

 

El síndrome del impostor, el reconocimiento, el matadero, y el mito de Ulises y Polifemo

El primer turno de recibir reconocimiento fue el de Juan Luis, quien en lugar de dar el discurso habitual, dijo sin más que él era malo para eso de ser reconocido y no sabía por qué, pero que agradecía a sus maestros e invitaba a los más jóvenes a seguir creando. Esto me sorprendió mucho.

El maestro Chuy López dijo era cierto que no era muy cómodo recibir reconocimientos, pero que en este caso estaba muy contento por tratarse de su entrañable terruño. La maestra Lilia Mora enfatizó que el teatro tiene una función formativa que puede ayudar a trabajar en la autoestima y en la interacción social.

María Gonllegos dijo que para ella, interpretar a un personaje en el escenario, había sido un acto “mágico” desde la niñez. La hija del Mtro. Omar Gutiérrez, que por cuestiones de salud no pudo hablar, pero que estuvo presente, dijo en su representación que la pasión de su padre y su vida habían sido crear personajes, como la suya propia, la de "un marido sumiso “El teatro es vida y sana, y por eso les decíamos a todos, rómpanse una pierna».

Como me intrigó mucho que Juan Luis se sintiera incómodo con el reconocimiento, le pregunté después por qué, y me dijo que tal vez se debe a que no considera que haya hecho cosas importantes.

“¿Has escuchado del síndrome del impostor?” Me preguntó. Y le dije que sí, pero que no me lo esperaba de él, además, hasta ahora no había conocido a nadie que lo padeciera, yo suponía que todos queríamos recibir un diploma, o un reconocimiento, o un aplauso y toda la serie de rituales que se hacen para que conste que somos especiales, que hemos destacado, en esta “sociedad del éxito”. Le dije también que yo estaba reflexionando sobre lo que era ser reconocido, distinguido, respetado, y que me sorprendía que le incomodara serlo, después de todos los trabajos que ha pasado en estos años para abrirse un espacio en "Ciudad Monstruo" nombre que aprendí de mi compañero Jonás Zavala, y que ahora me aclara que fueron los zapatistas quienes lo acuñaron para referirse a la Ciudad de México.

Pues en Ciudad Monstruo ha de ser muy difícil vivir y abrirse paso para destacar, porque ahí se concentra más el caos, lo mejor y lo peor, además, entre tanta gente, ¿cómo destacar? Ahí “la insoportable levedad del ser” se hace más patente y quizá se llega a olvidar esa lucha por el reconocimiento, aunque no lo creo. Las existencias livianas, anónimas, perdidas entre la masa. Aunque en la Ciudad de México como en todas las ciudades capitales, se cuecen habas y egos… no creo que no quieras reconocimiento, le dije. Y me aclaró que no: no es que no quisiera ser reconocido. En el fondo “todos queremos reconocimiento” pero… y nos acordamos del documental de Elena Garro La cuarta casa, donde ella explicaba que “todas las cosas tienen un revés”, y el revés del reconocimiento puede ser sentirse expuestos, evaluados, vulnerables a la crítica, también a la arrogancia, a creérselo y que éste se vuelva el motor de la creación.

Entonces Juan Luis me dio una lección de humildad. Me ayudó a entender el cuento Don Nadie, de la escritora tapatía Lola Vidrio (1952) a quien no estoy segura de llamar maldita, a pesar de que, como Garro, también tuvo una vida llena de penuria, como la mayoría de las escritoras del siglo XX. En su cuento se expresa el diálogo interior de un sujeto que es muy duro consigo mismo, una lucha entre el superyó, el yo y el ello, además interrumpida por el ruido y las intervenciones cotidianas. Un Don  Nadie que se tendría que esforzar más por destacarse, afirmarse, distinguirse… el drama que preocupó a los existencialistas a mediados del siglo XX, de ahí las reflexiones sobre el ser, sobre la nada, o el Don nadie y ninguno de El laberinto de la soledad.

El cuento Don Nadie parece ser también una interpretación del mito griego de Ulises frente a Polifemo, el cíclope; que desarrolla la idea de cómo la sutileza, la sofisticación de la civilización, vencen la fuerza bruta, esto representado por el monstruo, embriagado y engañado por Ulises, quien le dijo llamarse “Nadie”, pero después de creer vencerlo, al lograr escapar, en un dejo de arrogancia le gritó a Polifemo su nombre, como se lee en la Odisea: «Si alguien te pregunta
quién te ha cegado, contéstale que no ha sido Oudeis (Nadie), sino Odiseo (Ulises) de
ítaca». Así, Ulises quien lo había vencido, por una tontería de su ego había abierto la puerta a la venganza del cíclope, a través de Poseidón, lo que volvió un suplicio su regreso a Ítaca.

“Qué difícil es dejar de ser Don Nadie o Doña Nadie en un contexto de guerra ¿verdad?”, le dije a Juan Luis. “Mira todos los obstáculos que has vencido.” No fuiste un actor privilegiado que naciera en Europa o Estados Unidos, en una familia adinerada. No lo somos.” Por eso, qué gran mérito ser reconocidos aquí donde de vez en cuando se tienen algunas luces para mirarnos y reconocernos, no para la arrogancia y los juegos políticos, sino porque hemos crecido juntos y aprendido de los demás. Porque damos sentido a lo que creamos, ya no para aspirar a ser genios reconocidos, sino para tener interlocutores, amigos.

Aquí, cuando la palabra rastro cobra cada vez más sentido en sus dos acepciones, la de las
huellas que vamos dejando en el matadero, esforzándonos por seguir viviendo y creando,
esperando no ser excluidos. Nosotros, lo menos que podemos hacer es darnos unas miradas
de empatía entre las rendijas luminosas de este oscurecido tejido en el que estamos
inmersos.

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