Ray Gómez* | 24 de marzo de 2025
Tepatitlán de Morelos, Jalisco.– En un agreste páramo, a dos leguas de aquí rumbo al poniente, hubo un pequeño lugar donde transcurrió tranquila la infancia de muchos, y por supuesto la mía. No es justo llamarlo aldea, pero tampoco pueblo. Era, sencillamente, un sitio donde todo el mundo se conocía y, más importante aún, todo el mundo tenía una forma clara de identificarse.
Las familias se distinguían por sus apellidos: los Rubio, los Moreno, los Chaparro, los Delgado, los Regalado y los Maldonado. Así, la gente no tenía problema en saber de dónde venía cada quien. Pero la verdadera riqueza de la identidad en aquella comunidad surgía de los apelativos, esos nombres alternativos que, más que una etiqueta, eran una seña de pertenencia.
Aquí vale la pena aclarar la diferencia entre los términos. El apellido es el sello familiar, la herencia que cada uno porta. Un apelativo, en cambio, puede ser un mote, un seudónimo o un apodo, cada uno con su función específica. El mote suele señalar una característica física o de personalidad, mientras que el seudónimo es más una identidad elegida, casi artística. El apodo, por su parte, nace del ingenio popular y, en la mayoría de los casos, se convierte en una marca imborrable.
La complicación vino cuando en la comunidad se puso de moda bautizar a «los morritos y las morritas» con nombres como José Jesús y Guadalupe. De pronto, había tantos Josés y tantas Lupitas que llamarlos por su nombre de pila era inútil. La solución surgió de manera espontánea e inteligente: los apodos. Así, José dejó de ser solo José y se convirtió en José Choniquillo, Jesús en Jesús el del Chaparro, Lalo en Lalo de Pachita, José en José el del Pelagias, Cleto en Cleto el de Tachita, y Paquita no era solo Paquita, sino Paquita la del Barrio.
Estos nombres alternativos no eran solo un modo de diferenciar a las personas; eran símbolos de pertenencia, anécdotas encapsuladas en una palabra, historias contadas en una sola frase. A fin de cuentas, en aquella comunidad, la identidad no dependía de documentos oficiales ni de registros burocráticos. Mejor identidad que esa, ni el INE la otorga.
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