domingo , 28 abril 2024
Foto: Pintura "El desmembrado" de José Clemente Orozco

La carne también se rompe | CUENTO

Lucía Esquivias Padilla

–¡Que se rompa, que se rompa…!

“¡Maldita sea, ya empezaron!”, pensé mientras miraba alrededor en busca de alguna salida, nada.

Traté de calmarme, respiré hondo y me encerré en mi recuerdo, la infancia me reconfortaba, hace tan solo unos cinco años atrás mi vida aún era una obra

Miguel Ángel: perfecta, limpia, pulcra, inmaculada, admirable; bastó poco tiempo para que ahora todo sea una pintura de Leonardo da Vinci: enigmático, confuso, oscuro, con dobles significados, complicada, impactante… “¡Carajo!”, dije en mi cabeza; estaba empeorando todo, mi cerebro retumbaba, sus voces eran un martillo que taladraba directamente en mi cráneo, me daban jaquecas, punzadas, sabía que algo iba a suceder conmigo, algo ingrato, no quería que pasara, mucho menos allí.

–¡Rómpela de una vez, no tenemos todo el día!  –espetaron algunos mientras seguía absuelta en mis pensamientos.

–Lo haré, solo dame un momento –ni siquiera sabía si podía hacerlo.

“Todo sería tan sencillo si no estuvieran aquí mirando”, eran bufones alrededor mío, cuervos que esperaban el más mínimo error para comerse mis ojos; empezaron a sudarme las manos, no entendía lo que sucedía conmigo, había hecho esto antes, ¿por qué ahora parecía una novata?, estaban confiando en mí para hacerlo y les estaba fallando, nada estaba bien, no era suficiente, nunca lo fue, yo era una decepción.

–No puedo hacerlo… –murmuré, nadie logró escuchar.

Salí de ahí con la mirada perdida, me sentía como una cobarde, busqué un lugar para esconderme, varios posaban sus ojos en mí, unos confusos, otros furiosos, la mayoría decepcionados, pero ninguno preocupado, hasta cierto punto parecía que lo habían predicho, ¿era tan obvio que algo me estaba carcomiendo por dentro?

Intenté volver a mis momentos felices, regresar a mi niñez, a los días de juegos bajo la lluvia, las tardes de películas, las noches de cuentos, las risas a la hora de comer, los abrazos, el cariño, los besos, el calor, todo cambió, la vida era distinta, el simple sonido del revoloteo de las alas de una mosca me angustiaba, pensar en el futuro me daba náuseas, la palabra ‘examen’ se convirtió en mi mayor pesadilla, la ansiedad se hizo parte del día a día, cada vez era más común oír que uno de mis amigos estaba con tratamiento psiquiátrico, incluso escuchar sobre las drogas como una salida se convertía en la primera opción de muchos, las bromas sobre el suicidio eran una advertencia sobre las verdaderas intenciones dentro del corazón de quienes los hacían, de pequeña solía creer que la vida adulta era asombrosa, nunca creí que acabaría conmigo.

Encontré el lugar ideal para ocultarme, me recosté en el suelo, frío como la heladera, duro como roca, áspero como la lengua de un gato, me tiré ahí, adopté la posición fetal, mi mente corría como el agua del río, me destruían mis pensamientos, tanto que cada vez me sentía más y más miserable, no pude más y lloré, lloré amargamente hasta que no supe más de mí.

Estaba sola, la gente fuera gritaba para que regresara, enjugué mis lágrimas, me senté y en mi frustración me imaginé como un pajar, también como una bola de estambre enredado, no tenía principio ni fin la desgracia que salió de mi ser, solo era eso, me mataba.

–¿Qué demonios estoy haciendo? –me dije. Me levanté, rendida ante la presión de los demás, respiré hondo y salí con el alma amarrada al cuerpo por una cadena, era esclava de mi propio ser, la lucha dentro de mí hacía sentir a mi espíritu como si mi cuerpo fuera una prisión.

Caminaba con la cabeza baja para evitar que vieran mis ojos rojos por el llanto, tenía tantas aves volando sin dirección en mi cabeza que dejé que ellas maniobraran por mí; la frustración se convirtió en ira, la ira en adrenalina y la adrenalina me dio fuerzas para romper lo que me pedían. Ya nada podía detenerme, era una bomba de tiempo a la que le faltaban pocos segundos para estallar, dejé de ser una bola de estambre para convertirme en una máquina de guerra.

–¡Que se rompa, que se rompa! ¡Que se rompa, que se rompa! ¡Que se rompa, que se rompa! … –Gritaban cada vez con más fuerza.

Los ojos, esos malditos ojos del demonio me exigían romper, quebrar, acabar con todo, ¿con todo? ¡¿Qué demonios era todo?! Tomé aire, me puse en guardia, anclé mi peso al suelo con mis talones; mis manos, antes sudorosas, comenzaron a sentirse tan calientes que incluso pude haber cocido un huevo con ellas, sus gritos eran tan potentes que llegué a creer que mis ojos saldrían de sus órbitas; en cuanto junté el coraje suficiente solté el golpe final junto con un grito que resonó tres cuadras a la redonda.

Una horda de aplausos y bramidos de entusiasmo estallaron a mi alrededor al igual que una manada de niños que se arrojaron a mis pies; me quedé ahí, inmóvil, alterada, impactada, sensible, temblorosa y mareada, el esfuerzo que hice fue mayor al que hubiera hecho antes, mi mirada estaba algo borrosa, las ganas de llorar seguían ahí, menos intensas que antes; la risa de los infantes me hizo sentir  satisfacción ante lo sucedido, después de todo, rompí la piñata que nadie más había logrado partir.

Cuando todos a mi alrededor se disiparon fui a sentarme, sus voces seguían reproduciéndose en mi cabeza como un disco rayado: “¡Que se rompa, que se rompa!” No logro entender, ¿querían que me rompiera o que partiera la piñata?, ¿querían envolturas de plástico y aluminio o bocadillos de mi corazón sazonado con miedo?, ¿querían cartón hecho añicos o mi alma en pedazos? Da igual, obtuvieron ambas y yo me fui de ahí, peor a como llegué; la piñata y yo nos parecemos demasiado, ambas estábamos completas y terminamos siendo una pila de escombros y dulces mal envueltos.

Este relato fue finalista del Concurso de Cuento que organiza la Preparatoria Regional de Tepatitlán en el marco del Festival Cultural Juglarías 2023. 

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