Por el Dr. Alexander P. Zatyrka Pacheco, SJ | 21 de abril de 2025
Guadalajara, Jalisco.- Quisiera compartir con la comunidad lo que el Papa Francisco ha significado para mí y para muchos cristianos católicos en sus 12 años de servicio.
Hoy me preguntaba cómo podría describir a Francisco y su legado, y la idea que me venía a la mente era la de congruencia evangélica. El Papa fue un creyente y fiel seguidor del Resucitado, de Cristo vivo, con quien siempre tuvo una relación cercana y profunda. Siguiendo la tradición de san Ignacio y los Ejercicios Espirituales, construyó su fe en lo que describimos como “conocimiento interno” del Señor Jesús. Para Francisco, las Sagradas Escrituras, especialmente los Evangelios, no solamente hay que estudiarlas, sino habitarlas, vivirlas.
En el magisterio del Papa Francisco encontramos la presencia cercana del Jesús que nos presentan los Evangelios: el Hijo de Dios hecho hombre por amor a la humanidad y que nos viene a revelar el misterio de Dios, que a su vez nos permite adentrarnos en nuestro propio misterio, como imágenes que somos de Dios.
La buena noticia que Cristo nos trae y comunica nos invita a recuperar una auténtica espiritualidad, es decir, una centrada en las relaciones interpersonales, en contraposición a una ideología falsamente religiosa centrada en objetos, en cosas. Para el Dios vivo, lo más sagrado es la persona de sus hijas e hijos. Eso vivió, enseñó y modeló el Señor Jesús, y eso mismo hizo el Papa Francisco.
Francisco aprendió y luego enseñó que el mandamiento del amor mutuo, que nos legó el Señor Jesús, tiene tres dimensiones inseparables: el amor a Dios, el amor al prójimo y el amor a uno mismo. Siguió la intuición de que, para saber realmente cómo es la relación que un creyente tiene con Dios, lo mejor es contemplar la manera en que se relaciona con los demás. Quien desprecia a sus hermanos, en realidad desprecia también al Dios vivo. Ya lo transmitió con claridad la primera carta de san Juan (4, 20-21): “Quien dice que ama a Dios pero desprecia a su hermano, miente”.
Podríamos decir que Francisco, siguiendo la invitación del Evangelio a interpretar los signos de los tiempos, agregó un elemento importante a esta invitación a amar: la necesidad de amar a la Creación. Desde el inicio de su servicio a la Iglesia, subrayó que no podemos separar la crisis ambiental que vivimos de la crisis social. El Papa deja claro, en su encíclica Laudato si’, que en realidad se trata de una sola crisis “socioambiental”.
Habría que subrayar que la elección de su nombre como pontífice, Francisco, en memoria de san Francisco de Asís, indicaba de alguna manera los énfasis de su Pontificado. Nos hacía recordar el sueño del Papa Inocencio III, que veía a Francisco sosteniendo el edificio de una Iglesia que amenazaba con desplomarse. Inocencio vio en eso la indicación de que ese pobre peregrino había sido enviado por Dios para apuntalar una Iglesia casi en ruinas.
El Papa Francisco compartía con el pobre de Asís su amor a Dios, al prójimo y a la Creación. El corazón de su magisterio estuvo dedicado a estas enseñanzas profundamente cristianas. Ya mencionaba yo su encíclica Laudato si’ (“Alabado seas”), en la que invita a los creyentes y a toda la humanidad a una auténtica conversión ecológica, reconociendo que compartimos una casa común de la que somos corresponsables.
Su siguiente encíclica, Fratelli tutti (“Hermanos todos”), nos invitó a reflexionar sobre la hermandad que une a todos los seres humanos y la necesidad de crecer en un espíritu de empatía y solidaridad. Recordemos que lo que debe distinguir a cristianos y cristianas es precisamente el amor incondicional a toda la humanidad traducido en un servicio efectivo, especialmente a las personas más vulnerables y necesitadas.
La tercera encíclica de Francisco, Dilexit nos (“Él nos amó”), profundiza en el sentido espiritual de la devoción al Corazón de Jesús. Subraya la experiencia cristiana de la dimensión del amor divino, que quedó revelado en el amor de Aquel que nos amó primero hasta dar la vida para que tengamos vida. Este amor incondicional, permanente y universal de Dios nos sana de las heridas de desamor que endurecen nuestro corazón, y nos capacita para amar de igual manera a nuestras hermanas y hermanos. Nos permite experimentar que, efectivamente, el amor de Cristo basta para atender correctamente los retos que nos presenta la realidad.
Más allá de sus escritos doctrinales, el Papa Francisco llevó los valores del Evangelio a la vida de la Iglesia. Recordemos que su primer viaje pastoral fue a la isla italiana de Lampedusa, para estar cerca de los migrantes que arriesgan sus vidas al atravesar el Mediterráneo en búsqueda de una vida mejor para ellos y sus familias.
Desde su primera alocución, el Papa insistió en la importancia de volver a una Iglesia sinodal, es decir, que reconociera el aporte de todas y todos los creyentes que estamos invitados a “caminar juntos” (sínodos en griego significa “camino compartido”).
Por eso implementó la práctica de preparar en cada diócesis los sínodos periódicos de obispos que, desde el Concilio Vaticano Segundo, se reúnen en Roma para reflexionar en torno a temas importantes para la vida de la Iglesia.[1] Pidió que, según los diversos temas que se trataran, previamente fueran consultados los fieles católicos de cada diócesis. Los obispos estaban invitados a escuchar y compartir en las reuniones sinodales “el sentir” de los creyentes. Incluso el arreglo de las aulas sinodales (del formato de auditorio al formato de mesas redondas de trabajo) transmitió este deseo de que la Iglesia fuera un lugar donde todas las personas de buena voluntad pudieran sentirse acogidas e invitadas a compartir su experiencia de vida para alimentar y orientar el servicio de la Iglesia de ser fuente de esperanza para el mundo.
En ese sentido, Francisco procuró siempre encontrarse y dialogar con personas concretas, no con genéricos o estereotipos. De esos diálogos interpersonales, centrados en el amor y el deseo de servir y transmitir la esperanza cristiana, surgen su sensibilidad y su doctrina respecto a grupos de creyentes que anteriormente vivían marginados en la estructura, la organización y la toma de decisiones de la Iglesia: laicos, mujeres, jóvenes, personas pertenecientes a la diversidad sexual, personas pertenecientes a las culturas originarias, etcétera.
Solamente así, poniendo a cada ser humano al centro de los diálogos, se podía construir una Iglesia realmente sinodal, es decir, realmente cristiana. Algunos estudiosos de la figura y el magisterio del Papa Francisco han considerado que su meta de servicio pontifical era terminar el Sínodo de la Sinodalidad y celebrar el Jubileo de la Esperanza. Cumplió ambas misiones y vive su encuentro con el Dios al que sirvió con alegría, generosidad y congruencia.
Nos queda la figura querida y cercana del Papa Francisco. Nos queda su legado, que será importante estudiar, en el que habrá que profundizar, al que habrá que difundir y consolidar. Su intercesión nos ayudará para seguir creciendo en fidelidad al Señor Jesús y a su buena noticia: el Dios Vivo es un Padre amoroso que nos contempla con alegría. En eso está basada nuestra esperanza.
¡Gracias, Papa Francisco!
[1] Durante el papado de Francisco, los temas de estos sínodos fueron: “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana», en 2012; “Desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización”, en 2014; “Jesucristo revela el misterio y la vocación de la familia”, en 2015; “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”, en 2018; “Amazonía: nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral”, en 2019, y “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”, en 2023 y 2024.