jueves , 2 mayo 2024

El hombre con duende

Puede ser una imagen de una persona, sentado(a) y al aire libre

-¿Se puede sentir admiración y a la vez rechazo hacia un artista sólo por su personalidad?-

Siempre he creído en esa serie de mitos que nos expresan la pertenencia a un lugar o a una persona determinada, ya sea por el místico juego del azar o por el destino mismo. Por tanto, no faltará aquella persona que por el estado en el que se encuentre, asegure que estaba escrito en su bitácora de vida haber coincido con tal o cual y venere profundamente esta ancestral premonición.

Pasa algo similar con el tema taurino. Tan lejos y tan cerca de los pensamientos etéreos y a la vez tan terrenales. Y es que a veces se puede sentir esa misma identificación con el solo hecho de correr la mano y pegar un natural en el ángulo exacto. Cuando se conjugan a la perfección, el tiempo y el espacio para crear el momento único. Una atribución adherida a ese torero andaluz.

Era tanta su fama, que en un domingo de febrero del 2008 asistí a la Monumental de Jalisco para confirmar su plasticidad y presenciar el arte, del que se decía era único. José Antonio Morante Camacho es un impostor. Lo comprobé. Pude corroborar en ese tendido de sol que había una doble personalidad que podía fácilmente cambiar de lo caricaturesco a lo sublime y, calar hasta lo más hondo.

Fue una identificación total y hasta cierto punto falaz. El hombre con terno verde olivo y oro y cadencia en su muleta, podía atraer hasta al más reacio aficionado y obligarlo a entonar un “olé” despedido con la más pulcra sinceridad. Era una especie de perfección simétrica, aunada a la belleza meramente estética y de la cual el mismísimo Emmanuel Kant describía en su obra.

Así, el diestro ibérico salió al ruedo de Guadalajara. Toreó a la verónica. Dibujó lances en la arena y luego se dispuso a culminar la obra sin saber que el clímax vendría minutos más tarde. Sin embargo, el toro de La Venta del Refugio cayó y estímulo una severa protesta de los asistentes.

En efecto, el burel ya no dio para más; soso, carente de fuerzas y sin transmisión para haberle dado muerte al instante. Pero Morante, cual genio de la lidia esperó a complacer a la multitud delirante para encarnar a Teseo en su batalla contra el minotauro.

Empero, detrás de esa personalidad también había algo de insolencia. Aunque claro, siempre he respetado al que viste de oro y se juega la vida a cada segundo. En esa tarde, Morante entró al juego macabro entre los pitones del que hablaba Pepe Alameda y se desenvolvió con desparpajo y la maestría de aquel que tiene el dominio impregnado.

Fueron instantes, quizá minutos de un delirio pocas veces visto en la historia de la Monumental de Jalisco. La definición de la tauromaquia que he buscado en centenares de faenas por fin había llegado. El tiempo era lo de menos, la calidad que había detrás de esa muleta y el hombre detrás de ese engaño parecía dibujar en la arena con una seda los movimientos circulares de sus derechazos.

El de la Puebla del Río en Sevilla, había tomado el cetro y se proclamó por antonomasia el mandón del Occidente sin saber lo que vendría unos instantes después.

Alguna carencia debía tener el mejor de los artistas de los ruedos, y esa era la suerte suprema. La misma que rige e impone su ley como si no importara lo hecho con la capa o en el último tercio. Esa misma que se torna vulnerable y cobra vidas de toreros buenos y que emula a un negocio turbio y chantajista. Morante Camacho debía pagar entonces ese precio, pero esta vez no sería con su vida, sino con su reputación.

Fue en los terrenos de sombra y pegado a las tablas donde el artista tomó la espada y se inspiró para darle muerte al astado. Suerte natural. José Antonio provocó un silencio sepulcral a la espera de ver caer al burel y sellar el triunfo y por consecuencia, abrir la puerta grande de Guadalajara. Pinchazo en su primer intento y luego, con la exclamación mayoritaria de amargura, el diestro sevillano se propuso volver a hundir la espada y posiblemente matar de un estoconazo y poder aspirar a un solo apéndice.

Tal vez aquel mitológico “Toro de Creta” consumó su venganza en ese preciso momento y ante más de diez mil personas que pasaron de la excitación a la pesadumbre en sólo instantes. Segundos de tribulación que solo se pueden vivir en una plaza de toros. Morante de la Puebla pinchó no sé cuántas veces al astado, al grado de que me pareció grotesco e incluso patético como insistió en terminar con la vida del toro ante una negación total y abismal. De los abucheos pasó al silencio de nueva cuenta. Ya no había reproche, sino un sentimiento de compasión al ibérico que diez minutos antes había extasiado a esa multitud delirante. Sonó el tercer aviso y con esto la devolución del toro de La Venta del Refugio.

Increíble. Pasamos del gozo y la efervescencia, al disgusto y la contrariedad para terminar con misericordia al prójimo. No era esto una lectura evangélica, sino el acto de un hombre que buscaba expresar su sentir en un ruedo de 45 metros de diámetro.

Como si todos tuviéramos el mismo pensamiento en ese instante, de repente vino aquella situación inaudita que nunca vi y probablemente nunca vuelva a ver en una plaza de toros. Nosotros, los aficionados pedimos con clemencia que el matador saliera al tercio y escuchara las palmas y los gritos de reconocimiento que salieron con la más sincera y verdadera aceptación. De lado, quedó la faena inconclusa y que vio partir al toro a los corrales con los morrillos ensangrentados.

Aquel soberbio y arrogante matador español, había cambiado el semblante y en su rostro se podía reflejar la resignación derivada de la amargura. Decir que sentimos lástima sería soberbio de todos los que estuvimos en esa tarde, pero sí, hubo compasión con aquel espada. Nos hizo sentir privilegiados de ver una faena de tres tercios y luego nos llevó por los senderos del tormento y la inmolación. La dualidad sentimental llevada al extremo en un mismo escenario, pero real y evidente.

Queda algo de lección. Al final, todos tenemos una mala tarde. Qué importa que si se logra o no, cuando se hace con sentimiento y se pone la verdad por delante no puede haber fracaso. Y más aún, cuando ese hombre vestido de verde olivo y oro lleva al duende de su lado.

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