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Foto: Lucía Mendoza Gómez, una década entre el plástico | Eduardo Castellanos

Bocanadas, plástico y fe | PERFIL

Por: Eduardo Castellanos | @Edcastellanos | 23 de septiembre del 2018

Prende un cigarrillo. Es de los Económicos. No por baratos, sino que esa es la marca de los cigarros que puede costear con parte el dinero que gana limpiando plástico desde hace una década. Fuma bajo un techo rojo construido de hule.  Lucía Mendoza Gómez, la mujer que ha caminado nueve peregrinaciones al Señor de la Misericordia, corta etiquetas con destreza. Utiliza una de las navajas que lleva prendidas sobre una gorra de los Yankees de Nueva York.

En ese espacio construido en la parte trasera de su casa en la calle Santos Romo, hay bultos enormes que guardan el material que limpia. Tiende sus plásticos sobre la banqueta o en los dos toronjos que resguardan “el tejaban”. Hace tendederos solo cuando el clima lo permite. Trabaja de ocho de la mañana a ocho de la noche. Y los sábados hasta después del mediodía.

Delantal de tela café. Lentes de pasta en color rosa que resguardan una mirada que refleja bondad. En la mano una atrapasueños morado y una pulsera que durante las campañas políticas una candidata independiente le regaló.

Llegó a Tepatitlán cuando apenas era una adolescente. Tiene 62 años, desde hace 19 es viuda. Tiene cuatro hijos, siete nietos y todos los días habla con el Niño Jesús. Devota al santísimo desde que se instaló a vivir en la ciudad.

Desde hace cuarenta años es vecina del barrio conocido como la Cadena. Un barrio humilde con casas que dan a la calle del Río Tepatitlán. Viviendas verticales que emulan a las favelas del Brasil. Los vecinos compiten para ver cuál puede tener mayores decibeles en sus enormes bocinas que escupen canciones del género grupero.

Lucía solo tiene un pequeño radio portátil en color azul, en donde escucha las estaciones locales. Prefiere Radio Aurora en lugar de Poder 55. En la primera hay una hora religiosa, por eso dice que le gusta más.

Antes de dedicarse a la clasificación y limpia de hule, trabajó como ayudante de cocina en fondas y comedores. Aprendió a leer siendo adulta. Tuvo una infancia muy dura y a pesar de ello, aprendió a ser optimista ante las adversidades.

“Últimamente he trabajado aquí, porque cuando ya no trabajé en las loncherías o haciendo tortillas, me iba a lo que fuera. Ya que no tuve trabajo en eso, mejor me puse a limpiar plástico, ya tengo diez años, no es poquito a mí ya se me hace mucho. ¿Qué le vamos a hacer? Más que echarle ganas”.

Le gusta mucho Tepatitlán, dice estar encantada con la ciudad. Aquí tuvo a sus hijos y conoció a su esposo. Le gusta el clima aunque a veces la lluvia no le permite trabajar.

“Aquí el barrio es tranquilo, antes era más peligroso, aunque conmigo nunca se han metido para nada, aquí ya todo mundo me conoce también a mi familia, ni modo que vayan a hacerme algo. Ni mis hijos, ni yo hemos tenido problemas con nadie aquí, gracias a Dios. No es porque sean mis hijos, pero no tengo nada que decir de ellos, bueno al menos yo los conozco de la casa para adentro”.

Durante la jornada a Lucía la acompañan su gata Camila y una perra ratonera a punto de parir.

La paga puede variar dependiendo el tipo de plástico que regularmente es de diferentes características,  delgado, rugoso, grueso y de otros tipos, cada kilogramo es pagado de uno cincuenta, hasta dos pesos según el material. Lucía puede ganar de cuatrocientos a seiscientos pesos semanales.

“El que estoy trabajando ahorita es de a dos pesos. Ganó a según el plástico que hayan traído, como este de ahorita está bien duro, batallo mucho para destenderlo y quitarle la etiqueta. Cuando está mojado de todos modos le batallo mucho. Mis herramientas son un cúter y las ganas de trabajar”.

“Todos los días empiezo a trabajar a las ocho de la mañana y acabo a las ocho de la noche, ahorita así es como le hago, los sábados nomás hasta las dos. Me doy chanza de entrar a hacer de comer, como y ya me salgo. Avanza uno según la prisa que se dé para sacar un peso. Los sábados acabo a las dos porque ya ando bien cansada”, detalla.

Asegura que a pesar de la edad, el trabajo y la fatiga casi nunca se enferma, acude al médico para hacerse pruebas. Cuenta con seguro social que una de sus hijas tramitó.

***De la infancia***

Cuando apenas había cumplido los ocho años de edad dejó de ver a su madre, recuerda que durante la infancia al lado de su progenitora los alimentos eran plantas que conseguían en el campo. Nació en una ranchería llamada Los rucios, en el municipio de Tacámbaro, Michoacán. Hay recuerdos vagos, pero intensos. Cuando su madre era requerida para cuidar enfermos, acudían juntas a hacer la labor y comer algo más que nopales y raíces.

“Tuve una infancia muy dura. De chiquilla comía casi puras cosas del campo. Yo con mi mamá estuve muy poquito tiempo, si la llegara a ver yo creo que ya no la conozco si es que viviera, pero no sé. Ya no creo ver a mi madre, si acaso en la otra vida nos llegamos a ver”.

“Si sufrí mucho, cuando estaba con mi mamá pasábamos muchas hambres, no teníamos donde vivir. Yo me acuerdo como que le hablaban para ir a cuidar personas que estaban en cama; era donde más o menos comíamos, pero a veces no había nada, éramos muy pobres”.

Sin rencores, así es como Lucía recuerda a su progenitora, a ella le agradece todos los días por haberle dado un apellido. No sabe quién fue su padre, le encomienda a Dios que lo perdone por no haber querido conocerla.

“Yo no tengo nada que perdonarle, ni lo conocí. A mí no me gusta guardar rencores, que tal y por ser rencorosa me va mal. Si así fue la vida mía, pues ni modo, a toparle uno a lo que venga. Aquí estamos echándole ganas, estoy echándole fregadazos al plástico”, sonríe.

Cuando Catalina la abandonó, Lucía fue recogida por una mujer que le dio trabajo y asilo. Aprendió a cocinar y las labores del campo. Aunque ya había comida para llevarse a la boca, la pequeña tuvo que aprender a realizar un sinfín de labores.

“Cuando mi mamá se fue yo estuve con una señora, yo creo que también ahí me enseñé a ser mujer. La señora no tenía hijos, no tenía nada, era sola. Yo le serví de compañía y todo. Me levantaba a las cuatro de la mañana a moler en el metate y el molino. Luego íbamos a ordeñar, llevar los becerros a comer. Llegar a hacer tortillas. A las ocho ya iba para arriba de un cerro a llevarle de comer a los peones. El sufrimiento me hizo aprender a cocinar, es lo que le hace a uno hacerse mujer. También la necesidad lo hace a uno enseñarse a hacer todo”.

Cree que su proyectora y patrona también le inculcó la religión católica. Un sacerdote fue su padrino de primera comunión. En la ranchería no era común que llegarán los padres, era un lugar apartado. Recuerda que solo una o dos veces al año acudían a ofrecer servicios religiosos.

“Íbamos como dos veces al año a un pueblo, durábamos como un día y una noche para llegar, nos íbamos en burros o caballos y caminando. Llegábamos al día siguiente bien temprano. En la mañana nos íbamos a misa. Luego al mandado para todo el año. La señora vendía azúcar, piloncillo y cositas. La gente le compraba, me acuerdo que ni siquiera tenía una tienda, todo lo vendía ahí en su casa, pero tenía guardado, iban y le compraban”.

“Yo creo que esa señora ya no vive, cuando yo estaba con ella ya estaba muy mayor. Dios la tenga en su santa mano. Le tengo mucho que agradecer a ella porque cuando más la ocupe me ayudó. Nomás escuela no tuve, me dijo que me iba a quedar burra y burra me quedé. Como dice la canción de Gerardo (Reyes), las letras no entran cuando se tiene hambre”.

Sufrió por no saber leer ni escribir, no le permitieron estudiar, le duele no haber podido ir a la escuela, le dijeron que no podía asistir porque solo iría a “andar de novia”, siempre se sintió mal por no conocer las letras ni los números.

“No estudie ni un día en la escuela y me dolió mucho porque yo me sentía mal de no saber ni como se llama la O. Ya de grande supe leer nomás no sé escribir. Yo agarraba libros, revistas para leer. Nos arrimábamos una o dos personas, buenas amigas mías; otra persona nos decía como conocer las letras. Hasta nos compraron unos cuadernos para que rayáramos como los niños chiquitos. Ya con lo que aprendí me doy, por lo menos cuando busco una calle ya sé cómo se llama”.

A pesar de las carencias ya como madre de familia, luchó porque sus hijos fueran a la escuela, les recomienda a los suyos velar para que también su descendencia se preocupe por estudiar.

Foto: Lucía llegó a Tepatitlán siendo una adolescente | Eduardo Castellanos

***El peregrinar de Lucía***

El humo del cigarrillo, una estufa vieja, un cuadro con un paisaje, un zorro de fomi y la imagen del Santo Toribio Romo, son parte de la escena diaria mientras Lucía pelea con los grandes bultos de plástico que le llevan de una fábrica de bolsas.

La figura del mártir cristero que cuelga de la pared del improvisado taller de trabajo, es solo una pequeña muestra de la fe y devoción de Lucía. Ella cree que su llegada a Tepatitlán hace más de cuatro décadas le ayudó a acrecentar sus creencias religiosas. Narra que las amistades que fue conociendo en la ciudad la invitaron a visitar el santísimo. Desde entonces va cada vez que puede.

“Siempre me ha gustado ir a visitarlo un rato. Tengo un tiempecito que no voy, al rato me va a dar un jalón de orejas. Yo pienso que a veces Dios si se enoja, porque ha de decir todo quieren de mí y ustedes no me dan ni un ratito”.

Desde hace algunos años participa en la peregrinación a pie, que se realiza de Guadalajara a Tepa en los últimos días de abril. Dice acudir por gusto, no por pagar alguna manda o favor. Asegura que cada vez que comienza a caminar el trayecto se encomienda a Dios y la Virgen. Prefiere andar de noche y participar en todos los servicios religiosos que realizan durante el peregrinaje. Escucha la misa donde haya que hacerlo. Come donde la gente le ofrece y descansa junto a los demás peregrinos.

“Ya se me olvido cuántos años llevo yendo a la peregrinación, voy porque tengo ganas, porque me gusta caminar, no sé qué siento cuando voy, es una cosa bien hermosa ir y venir. A veces aunque me canso voy feliz de la vida. Dios es muy grande. Hasta donde el me deje yo ahí llegaré, porque ya le he dicho hasta donde usted me deje llegar”.

“Prefiero caminar en la noche para que no me agarre el calor y el solazo. En la noche caminas más a gusto, te puedes salir de la carretera. Hay tramos en donde si tienes que caminar por la orilla, pero hay tramos en donde hay chanza de salirse de la carretera”.

Este año ha participado en tres peregrinaciones, la última lo hizo para celebrar el aniversario del “hallazgo del Señor de la Misericordia”, que consiste en subir a un lugar conocido como las varas, en las faldas del Cerro Gordo, en donde se dice fue encontrado el santo patrono de los tepatitlenses. Es la novena vez que Lucía hace este recorrido.

“En la peregrinación del cerro nos venimos cantando, yo no cantó muy bien, pero la lucha le hacemos. El señor no quiere tanto bueno, más bien quiere la voluntad de uno, pero la fe más que nada”.

A pesar de un camino lleno de agua de veneros, piedras y lodo, los peregrinos llegaron al lugar en donde rezaron el rosario, cantaron alabanzas, hicieron otras oraciones, dieron gracias a Dios, recibieron la bendición de un cura y bajaron caminando nuevamente, para regresar a pie hasta el templo en la ciudad.

“Es la novena vuelta que hago, desde que empezó ahí en la cruz he ido a todas”.

El Santo Toribio que cuelga en la pared frente al Río Tepatitlán, pertenece a un indigente que acudía a dormir al taller de Lucía. Un día no regresó y la imagen sigue ahí resguardando el también almacén de plásticos.

“Una vez me dijeron que sacara el cuadro del santo y les dije que no, que no me estorba, yo con él no me enojo, mis respetos, ese es un santo muy bueno, le tengo mucha fe, lo veo y me da una cosa muy rara. Mis hijos son Romo como el santo, pero yo no sé de qué familia sean ellos, porque mi esposo era de Jalos, a lo mejor hasta parientes son de Toribio, pero como hay muchos Romo pues quien sabe, porque hay mucha gente que no se conoce”.

Foto: Lucía separando plástico | Eduardo Castellanos

***”La Prieta Aguirre me dio me acta”***

Es jueves y es la hora en que el sacerdote acude a la estación radiofónica para enviar el mensaje a los radioescuchas. Lucía me pide guardar silencio y escuchar, al otro lado el cura lee el evangelio, concluye y una voz apenas perceptible responde con un Gloria a ti señor Jesús.

Aunque nació en Michoacán, se siente tepatitlense. Cuando llegó a la ciudad con apenas quince años y una amiga como compañera de aventura, no contaba con un documento que avalara su fecha y lugar de nacimiento.

La charla continúa. Detrás de las gafas los ojos brillan cuando menciono a la Prieta Aguirre. Lucía sonríe.

“¿Cómo que todavía vive la Prieta? Me dijeron que se había muerto, a esa mujer yo le tengo mucho cariño, ella me ayudó y me registró aquí. Yo creo que yo no estaba registrada en Michoacán, porque ella mandó una carta allá a Morelia, la capital, le mandaron contestación y no me hallaron, entonces mandó al curato de Tacámbaro, de ahí le mandaron la contestación y le dijeron que estaba bautizada y confirmada nada más”.

“Vino y me dijo, mija voy a Guadalajara a sacar un permiso para registrarte aquí. Sacó el permiso y me dijo: yo te mando llamar”.

“Yo pienso que ya no sale porque ya no la he visto. Me habían dicho que ya había fallecido, Dios quiera que nos dure muchos años. Ella fue muy buena gente conmigo y con el favor que me hizo no se lo pago de ni rodillas, haberme conseguido los papeles y haberme registrado aquí, para mí es como mi madre”, reconoce.

La Prieta Aguirre es una maestra jubilada, que durante muchos años practicó la docencia en una escuela rural, en Tepatitlán. Además de ser maestra, es política y miembro del Partido Revolucionario Institucional, le gusta decir que es priista, católica, le va a las chivas y al Tepa. Es una mujer respetada que ha recibido reconocimientos por su labor social, en donde ha trabajado con niños, adolescentes y jóvenes con problemas de comportamiento.

“Yo la conocí porque ella hablaba por los muchachos cuando se los llevaban a la cárcel, por eso la conocimos, para mí, mis respetos, la quiero mucho todavía, yo creo que el que haya hecho lo que hizo por mí, me inspiro mucho amor hacia ella”, cuenta Lucía.

“Dicen que fue una mujer muy dura, ahorita sabrá Dios. Íbamos a la caminata del Señor de la Misericordia de Guadalajara para acá, a veces nos mirábamos ahí en Acatic y me decía hola mija Y yo la saludaba también”.

***Río desbordado***

Todos los días Lucía intenta poner los plásticos al sol, siempre y cuando el clima se lo permita. Con el calor el material de trabajo es más moldeable. Las lluvias de los últimos días han dado poca tregua para poder ganar un poco más de dinero. Cuando llueve no queda más que resguardar los hules bajo el techo improvisado y observar cómo crece el caudal del Río Tepatitlán. Alguna vez lo vio crecer tanto que el agua se metió a su casa. En aquella ocasión la calle empedrada se volvió laguna.

Desde que las autoridades del municipio limpiaron y cavaron en algunas zonas del río, el agua ya no sale como antes, debido a que ahora el caudal tiene más espacio, asegura Lucía.

“El otro día cayó una buena tormenta, tenía mucho miedo, estaba aquí yo sola, se me levanto el plástico y luego se me vino abajo uno de los palos que la sostienen y se encharcó aquí el agua. Tenía mucho miedo, hasta cayeron granizos, el aironazo y el agua me asustaron. Casi se sale el río, unos centímetros y se sale”, narra.

Cuando está limpio, el fluvial de aguas negras que recibe los desechos del drenaje de la ciudad y granjas cercanas, funciona como terapia. En ocasiones Lucía se da tiempo para sentarse a contemplarlo. A veces una pareja se acerca a platicar con ella, bromean diciendo que el río es como la playa, pero sin olas.

“Yo nomás he ido a Guayabitos, nunca en mi vida había ido y hace como unos seis o siete años empecé a ir y me gustó. Pero aquí junto al río también está a todo dar. Hay veces que vienen los muchachos estos, pero casi siempre estoy sola, nadie se ve por aquí, pero así estoy bien a gusto”.

***El amor a lo que se hace***

A pesar de no ser un empleo bien remunerado le gusta su trabajo, dice sentirse a gusto y tranquila, no tiene presiones, trabaja a su propio ritmo, aunque en ocasiones el material es demasiado duro y no la deja avanzar, menos cuando llueve.

Aunque le hubiera gustado tener un puesto de comida para vender lonches y antojitos, se conforma con lo que tiene ahora, afirma que aunque le gusta la cocina le aburre el encierro, está acostumbrada al aire fresco del verano y al frio del invierno. Prefiere que le dé el sol en la cara que estar poniendo la pimienta a las sopas.

Otro cigarrillo de la marca Económicos, de los más baratos, dice. Sabe que es peligroso fumar entre el plástico, pero toma sus precauciones. Siempre ha fumado. Tiene arraigado el vicio y no puede dejarlo, tampoco la Coca-cola. El humo le ayuda a relajarse “a bajar los nervios”, asegura. Los problemas comunes de la familia la abruman de vez en cuando, la nicotina la reconforta.

Camila se acerca por un arrumaco, Lucía da la última bocanada de humo, tira la bachicha y acaricia la cabeza de su gata.

Foto: Camila y Santo Toribio | Eduardo Castellanos

 

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