Víctor Rivera| @Victor_Rivera_S | 16 de abril de 2017
Cuando un auto lleva velocidad y pasa por una avenida desolada, el sonido que emite es comparable al choque de las olas del mar. En una ciudad abandonada por sus habitantes, quienes reposan frente a sus televisores o se perdieron en las costas de las playas más cercanas, también se escuchan como gritos los murmullos y como una pesada carrera los pasos que recorren las calles. El silencio del viernes santo es abrumador.
Un hombre sale de las oficinas del albergue migrante FM4 y recibe a todo aquel que se atraviesa en su camino, con una humilde sonrisa. Agacha un poco la mirada y comienza a unir las piezas sueltas de un celular que traía guardado en el bolso del pantalón. Del cuello le cuelga un rosario de cuentas color vino, unidas con una hilaza amarillenta. Camina hacia la ribera de la avenida abandonada. Se le ve sonriente cuando logra hacer que el celular funcione, y se lo lleva a la oreja, intentando enlazar una llamada. Luego saca unos auriculares y comienza a sintonizar la radio.
Se llama Williem, es de Guatemala y tiene como destino llegar a California, en Estados Unidos. Es la primera vez que sale de su país. Es la primera vez, también, que se puede catalogar como migrante. Extiende las manos, con modos pastorales y sonríe, sin prejuzgar a nadie. Dice que su viacrucis tiene algunas semanas, dos, quizá tres, desde que salió de su casa. En Guadalajara cumplió apenas nueve días. “Me han tratado bien. Me han dado alimento. Me permitieron asearme, lavar mi ropa y me regalaron este cambio que llevo puesto. No me quejo, los mexicanos han sido como hermanos”.
Más tarde lo veo caminando frente a la glorieta Minerva, con pasos que asemejan al vuelo de un halcón, pero con la misma mueca amigable que usa en el albergue migrante. En sus manos, como si fueran sus alas de vuelo, detiene una pancarta que dice: “Ningún ser humano es ilegal”. En el rosario que lleva añadió una imagen del sagrado corazón de Jesús. Es viernes santo. Son las seis de la tarde. El sol se vuelve naranja y pinta escarlata el cielo del poniente.
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Se abre el portón y sale un hombre de baja estatura. La ropa que lleva tiene la apariencia de cubrirlo durante días. Su mirada es tan roja, que parece el termómetro del atardecer. Lleva una mochila y dos bolsas, además de la firme decisión de continuar el camino. Un asesor de FM4 le dice que su viacrucis debe seguir por la avenida desolada, allá donde el paso de los carros, suena como las olas del mar, cuando caen y chocan.
“Aquí en la calle de la esquina te vas a ir todo derecho, se llama Washington, te vas para allá – dice el asesor mientras levanta la mano, como si la calle continuara al cielo, el hombre de rojiza mirada, levanta la cabeza hacia el firmamento – y llegas a un parque que se llama Agua Azul. Allí es a donde tú vas” indica el asesor.
“Entonces derecho para allá”, pregunta el hombre. “Sí – responde el asesor y añade— te vas con cuidado, allí encontrarás un lugar donde descansar toda la noche y podrás salir mañana temprano, a continuar con tu camino”.
Williem pasa al lado del hombre que camina hacia su destino. Lo saluda con la misma sonrisa con la que saludó a todos y se mete al albergue migrante del FM4. El hombre de baja estatura camina hacia la avenida desolada. Sabe que es viernes santo. Da pasos tan firmes, esperando que al día siguiente sea su sábado de gloria. Llega a la esquina y gira hacia la derecha. Se pierde en la tarde del viernes. Una patrulla llega y se estaciona torpemente. Desciende de ella una oficial de policía y pregunta: “Van a hacer una marcha o algo así, ¿verdad?”, “Sí – responde el asesor de FM4— es un Viacrucis migrante”, corrige. La oficial sonríe, “venimos a cuidar que todo salga bien…”.
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Un joven catracho está sentado en la banqueta. Saca un cigarro y se lo lleva a la boca, en el mismo acto lo enciende. De repente aparece Manuel David, le pide un cigarro, pero el joven – delgado, de estatura media, moreno, de ceja delineada – le dice que ya no trae, que aguarde unos segundos y le dará un poco del que está fumando. Manuel David es insistente. Eso mismo le ha forjado un carácter y lo ha ayudado a seguir. Se me acerca y me pregunta de dónde soy. Él mismo responde diciendo que tengo rasgos mediorientales; “bien podrías pasar por un árabe o musulmán”. “Soy mexicano – replico— de aquí, de Guadalajara”, Manuel responde: “Sí, te sale el bigote como a Vicente Fernández”.
Manuel David Álvarez Cruz es de Tegucigalpa, Honduras. Tiene 45 años y hace casi dos meses salió de su casa para buscar una buena oportunidad de empleo. En su país, es Contador público, pero afirma no encontrar trabajo. Algunas lágrimas le corren por las mejillas, “está canija la situación. Tengo cuatro hijos. Siete hermanas me esperan en Estados Unidos. Voy a North Carolina, pero me quedaré en Guadalajara cuarentaicinco días más”.
Pronto me dice que soy su mejor amigo en Guadalajara. Me toma del brazo y me dice: “eres el hombre más rico de México”, “hágame la buena”, le respondo. Él añade: “para mí lo eres. No debes migrar, no debes extrañar. La vida no es difícil, en realidad es muy fácil, el problema es que uno la hace difícil. Aunque hay personas que tienen tanto poder, que al hacerse difícil la vida, se la hacen a los demás. Eso nos pasa a los hondureños”.
En ocasiones se le ve cansado. Manuel David me pide que le estreche la mano y luego me platica: “¿Te das cuenta que tus dos manos caben en una mía?, mis manos y mis pies son muy grandes. Tengo ascendencia francesa. Mi abuelo era de allá. Aunque también tengo sangre negra. Soy un poco mulato” me comenta.
Le pregunto sobre sus gustos y me dice ser amante del futbol, “soy delantero”, comenta: “Allá en Honduras le voy al Olimpia. Acá en México le voy al Chivas. Me gusta, hasta el uniforme”, se ríe. “Pronto me iré, Víctor. Gracias por platicar, gracias por ser mi amigo en México”.
Manuel David espera cumplir una residencia aproximada de cuatro meses en la ciudad. FM4 le ha ayudado y le consiguió un trabajo temporal, es albañil en la zona de la colonia Arcos Vallarta. Le pagan 2 mil 300 pesos por semana. Manuel David dice que 2 mil pesos los envía a Honduras para que su familia se ayude, mientras él trata de sobrevivir con 300 pesos semanales.
“Sé que eso es poco, pero uno lo hace todo por la familia. Pronto llegaré a Estados Unidos. Todo va a salir bien, llegaré para allá y haré lo que debo. Trabajaré, le ayudaré a mi familia y seguiré disfrutando la vida. La vida no es difícil – me vuelve a decir— así que uno debe apoyarse entre uno. Muchas gracias por ser mi amigo. Nunca te voy a olvidar”.
Estamos frente a la Minerva, a la vuelta del restaurant Tok´s, Manuel David me dice que hay una reportera de Estados Unidos que se le hace muy guapa, se va con ella y se queda platicando unos minutos allá. Veo a Williem caminando. Luce un poco inseguro. Recorre sus pasos como vuelo de halcón y detiene sus pancartas. Pasa frente a mí un joven negro, me extiende la mano, dice llamarse Alexis. Me presento con él y se sigue, saludando a otras personas. Manuel David regresa y me comenta que la chica casi no habla español, por suerte para él, es bueno parlando el inglés. Me vuelve a agradecer la amistad, “me gustaría platicar un buen rato contigo, pero creo que debemos continuar con nuestro camino. Que Dios padre te bendiga, hijo”, me dice. Me da un abrazo y vuelve a repetirme, “todo saldrá bien, la vida no es difícil”. La tarde del viernes santo cae. Hace calor. Pasa de las seis de la tarde. El sol se vuelve naranja y pinta escarlata el cielo del poniente. La Minerva no se atreve a mirarnos. Los migrantes frente a ella, se abrazan y comparten bendiciones. El camino por su sábado de gloria, debe continuar.