La sobreexposición mediática en últimas fechas ha modificado en cierta parte, las distintas costumbres que se gestaban en algunas regiones. En la mayoría de los casos, ha sido un acierto cuando el tejido social se encuentra en medio y a esto, se le puede llamar un proceso de transformación. Sin embargo, imitar a otras culturas o adoptar sus formas no significa necesariamente un paso a la modernidad. Por el contrario, supone en ocasiones una muerte certera y vil a sus propios orígenes.
En todo caso, prohibir la tauromaquia no es dar un paso como sociedad a la modernidad; sino sepultar una identidad misma que va de la mano con la historia de México. Más allá de que algún sector no comulgue con la filosofía de las corridas, (lo cual es totalmente comprensible y respetable) éstas han ido siempre a la par de nuestro país.
Desde su llegada a México, el mismo Hernán Cortés ordenó traer a los primeros toros de lidia para realizar festejos una vez consumada la conquista. Luego, mandó construir recintos dignos para las corridas debido a su creciente número de adeptos. Cierto, en el siglo XVI no había tal cantidad de espectáculos como hoy, pero en esa época se apreciaba más el valor de aquel arrojado y a veces infortunado ser en el ruedo, con no más que su propia vida para satisfacer a una multitud.
Sin redes sociales de por medio, la fiesta brava generó un movimiento en la afición del centro y occidente de la Nueva España, que encontró en un ruedo de aproximadamente 40 metros de diámetro, el pretexto ideal para vitorear las proezas de un individuo con valor superlativo y la posibilidad de vencer a una bestia en una lucha a muerte.
Ya entrada la colonia, y establecidas y reguladas las corridas, los toros de lidia dejaron de llegar en barcos y las ganaderías empezaron a florecer para ser independientes de España, lo que en su momento supuso una rebeldía hacía la corona. La fiesta, que entonces era reservada para eventos especiales dejó de ser un festejo de nobles y se acercó al sector popular para demostrar que el arte no era exclusivo del linaje.
En algún momento, las imposiciones del idioma y la religión pudieron haber sido factores para despreciar algunas costumbres de Iberia. Los casos de Chile, Uruguay, Brasil y Argentina, ejemplifican a la perfección cuando una sociedad no comulga con una tradición y la desaparece por completo sin posibilidad de un retorno. Sin embargo, la historia de México es distinta. Aquí, gradualmente el entorno adoptó esta práctica y la mejoró, al grado que lo encumbró como el primer espectáculo del país, una vez expulsados los españoles.
No solamente gustó. Se moldeó y se le dio un sello propio para salir y competirle directamente a los creadores en su propia invención. Ni siquiera los mismos europeos suponían el impacto que tendría el toreo en tierras aztecas y la posterior innovación en sus terrenos.
Un ejemplo de personajes que tuvieron algún nexo con la tauromaquia y con la misma historia, son el padre de la patria, Miguel Hidalgo y Costilla; criador de toros bravos y aficionado práctico, Ignacio Zaragoza; además de insurgente, un extraordinario rejoneador, y en el caso de Jalisco, el general Ramón Corona; cuyo premio por la guerra de reforma fue la realización de una corrida de toros en la antigua plaza de San Agustín, hoy conocida como Liberación en el centro de Guadalajara.
Empero, su crecimiento vino de la mano de vetos, como todo lo que desata pasiones. El primero de ellos, se dio en la época del benemérito de las Américas, Benito Juárez García. El prócer cedió ante la presión de algunos aristócratas y firmó la primera proscripción de las corridas de toros. Durante 19 años se prohibieron los festejos taurinos y no fue hasta la llegada del general Porfirio Díaz, que volvió la sangre a la arena por petición mayoritaria. Estocada certera y oreja en su vuelta.
Después, cuando la escuela mexicana de la Tauromaquia prosperaba con exponentes como Ponciano Díaz, primero, y luego con Rodolfo Gaona y Luis Freg, llegó el segundo golpe político. El más reciente y visceral hasta hoy. El presidente Venustiano Carranza volvió a tomar como pretexto la tradición centenaria, y se prometió a sí mismo extinguirla de una vez por todas y dejar un legado en la historia de México. Faena breve. En silencio.
Pronto, las huestes revolucionarias encabezadas por el centauro del norte, Pancho Villa, dieron marcha atrás y devolvieron al pueblo lo que le pertenecía por antonomasia: La tierra y sus costumbres. A partir de ahí, innumerables grupos han tratado de boicotear la tauromaquia en México. Con éxito sólo en algunos estados, pero no en las grandes metrópolis.
Como ha sido expuesto, en nuestro país ya se han prohibido las corridas de toros en un par de ocasiones, pero la consecuencia directa ha sido su absoluta restitución. Es el mismo progresismo el que genera su rechazo y a la vez, su justificación para mantenerse en pie hasta hoy. Por cada insulto, surge una voz que defiende y lucha para generar el debate y sustentar su permanencia legítima. Donde algunos ven violencia y muerte, otros perciben valor y estética.
En una ocasión, el catedrático Rafael Comino Delgado fue cuestionado por su pasión hacia los toros, y en el afán de desarmarlo ante una pregunta incómoda, pronunció una frase para la posteridad. “A los toros no se va a divertirse, se va a emocionarse”. Esta reflexión indescifrable para muchos, se volvió un estandarte para mostrar una verdad universal en ese mundo.
En el terreno científico, debe haber alguna explicación psicológica para entender el comportamiento del taurófilo mexicano, y el por qué mantiene una afición como esta en pleno siglo 21. Pero al igual que en todas las manifestaciones artísticas, las sensaciones varían en cada persona. El gran David Silveti argumentó alguna vez su profesión con lo siguiente. “El toreo es ético, poético y patético”.
Sin mucho que abonar dejó claro que, hay elementos sólidos, incoherentes y hasta políticamente correctos, los cuales gravitan en esta tradición. Los mismos que la vuelven única e incomparable.
Actualmente y a más de 100 años de su última exclusión, el panorama se ha tornado gris en el futuro de la Fiesta Brava. Pero, aun con todo el entorno en su contra, la tauromaquia ha salido avante. En más de 4 siglos ha podido resistir los embates de reyes, presidentes y personajes que han buscado su extinción. Por lo que no queda más que formularnos la siguiente pregunta. ¿Sería una tercera prohibición, la mortal y definitiva para la Tauromaquia?
Podría ser, pero aún el Estado no ha comprobado la maldad en las almas de los taurinos, y su deseo incesante de cometer crimen a una raza como pregonan los antis. Para esto, bien valdría la pena conocer un poco más del toro y su relación en las corridas. Sólo así, se podría tener una mejor versión del verdadero significado del toro. Lo demás se queda sólo en prejuicios, y tan cerca como la analogía del filósofo Francis Wolff, “imposible amar algo que no se conoce”.