Por: Esmeralda López
(Con especial amor y cariño, dedico cada una de mis letras a mi esposo Jorge Luis, y a mis padres Ana Rosa y Alfredo)
* * *
Los primeros destellos del sol se posaban sobre la milpa que vestía el campo, bañado por el sudor de la alborada y un aroma a tierra húmeda que penetraba hasta las cocinas de la pintoresca comunidad rural de El Camaleón, situada en Santa María del Valle, perteneciente a Arandas, la recién elevada a categoría de ciudad en agosto de 1969. Esa mañana en el entorno ya se escuchaba la algarabía con la que las cucharas raspaban el fondo de las ollas de barro, mientras voces de niños se confundían con los silbidos de adulto como queriendo apaciguarlos, y el ladrar de un perro interrumpía, pero no lo suficiente a la familia que apenas emprendía las labores diarias y aquel ruido era como el motor que los ponía en marcha.
Cornelio, un veterano de la rebelión cristera que fue salvado de morir ahorcado por el famoso Victoriano Ramírez “el 14” y de cuyo personaje aún guardaba una daga que le obsequió y que además llevaba la inscripción: “El que se muere, estira la pata”. Cornelio se había forjado como un hombre de carácter recio, siempre elocuente en su actuar y pensar lo cual lo llevó no solo a consolidarse como un campesino con gran sentido de pertenencia hacia la tierra, sino también hacia sus hijos Leonor, Honorio, Rosario y su esposa Amparo, que eran el reflejo de los valores de antaño.
Amparo, siempre con sus trenzas muy bien peinadas y recogidas para que no le estorbaran al cocinar, y su delantal ya viejo, adornado con remiendo sobre remiendos, pero eso sí, ¡muy limpio!, la mujer yacía sentada a lado del fogón, haciendo los tistales que recogía del metate para tortear y vigilando que el nixtamal que caía ya molido a la batea no se secara rápido, mientras que Cornelio se preparaba afilando la casanga con la que quitaría toda la maleza de su cultivo de maíz.
—¡Vieja! ¡ Amparo!, ya me voy con don Rafail, no vendré a echar taco, me mandas anque sea unas gordas con chile y frijoles con Honorio ya que salga del parbolito, pero que no mi lleguen todas aguachinadas, qui se vaya hecho la mocha. Y le aprietas, porque al ñengo lo tenemos que uncir como buey pa’que haga las cosas. ¡Ah! Y que no se le baiga a olvidar llevarme el guaje con agua di agrillo.
—Pero ¿o’nde dejatis el guaje, que desde ayer ya no lo he divisa’o?—preguntó un tanto molesta Amparo a Cornelio.
—¡Ay vieja sorequi!, pos o’nde alzas los avíos, allí en el tapanco.
Amparo con mirada indiferente, sólo asintió con la cabeza y le contestó —T’a bueno pues, y por favor llegas antes de que empiece a oscuriar porque llega el Juanillo a echar reja con Rosario y mientras ella se cuelga hasta el molcajeti pa’salir, Honorio y Lionor si me esconden entri los monos di rastrojo di Liborio chico y no los jallo, y pa’ qué quero morticaficiones di’mbalde.
El porte bravío de Cornelio se fue esfumando de aquella cocina, perdiéndose en el zaguán de piedras, que crujían con el raspar de las espuelas incrustadas en aquellas botas que atestiguaban el andar de don Corne, como le llamaban a veces sus más allegados, amigos y parientes. Las malvas en los macetones afuera del portal, la bombilla de petróleo colgada de un clavo y una banca hecha de troncos viejos enmarcaban la desgastada puerta de madera que más tarde vería pasar la tragicomedia que ondaría las vidas de los habitantes de El Camaleón.
—¡Quiúbo Rafail!, pensé qui me dejaría chiflando en la loma ajuera de su casa, ahí nomás como parapeto.
—Nombre don Corne, ¡ni lo mande Dios!, namás que no jallaba el yugo de los bueyes, que los diantris de chamacos jambaron en c’as de la chingada en la troje, pero ya tamos preparao’s— y así, los dos campesinos emprendieron su camino a caballo, hacia sus respectivos cultivos. Iban ataviados cada uno con pistola, sombrero y en una canasta sus instrumentos de trabajo.
—¡Oiga Don Corne!— con voz temerosa y a la vez firme, se dirigió Rafael hacia Cornelio
—Mándeme, ¿pa´qué soy bueno?—contestó Cornelio.
—Fíjese que tengo un asunto que platicale, pero la verdá nomás no sé ni cómo decile.
— Pos así nomás Rafail, ¡a calzón quita’o!, ¿pa´ qué tanto brinco estando el suelo tan parejo?
Rafael se hizo a un lado el sombrero, se rascó la cabeza, frunció el ceño y se armó de valor — ¡Pos sí edá!, pos´mire Don Corne, ¿ya sabe que el tal licencia’o Muñoz anduvo metiendo su cuchara pa´que Arandas que dizque la hicieran ciuda´?
Cornelio se llevó la mano al rostro, se enroscó el bigote como recordando, volteó hacia Rafael y le contestó con voz convincente —¡Ey! ¿y qué más?
—Ya ve que dicen que va’ver más trabajo; y que más oportunidades de todo y munchas gentes ya se están mudando pa´alla, dizque que los escuelantes tendrán o’nde estudiar…bueno eso dicen los léidos y escrebidos que en veces compran mis cosechas, ¡ah! y pos luego el otro día que juí al tendejón de don Juan Sainz a comprar alcoholito pa’ mis pajaretes, bajé y jalé p’al al puesto de dulces de don Vidal, por unas cocadas, allá en los portales frente a la parroquia, y pos miré por juera que hasta cine tiene y que’sque se llama Olimpia, oyí decir a unas viejas encopetadas.
Después de unos minutos Cornelio no pudo disimilar la expresión de intriga y ansiedad por lo que férreo y decidido resolvió preguntar directamente para quitarse las dudas que empezaban a turbar su cabeza.
—A ver Rafail ¿Pos qué se trai?, ta’ como los rondones, nomás ¡run run! alrededor de la cuacha, ¿qui me quere decir?— se hizo un silencio sepulcral, el sudor bajaba por la frente de Rafael que apretaba fuerte la rienda del caballo, hasta que se decidió a hablar a sabiendas de lo complicado del carácter de Cornelio.
—Mi muchacho Juanillo ya ta’ grandecillo, se ha hecho hombre sin ayuda de naiden, ni siquera la mía porque desde que se petatió mi vieja Chabela, yo me dediqué a mi nigüa de chiquillos, y pos ya estoy viejo y cansa’o. Y la mera verdá, quere casarse con su muchacha Rosario, desde chamacos se tienen ley y se queren muncho y pos pa’ qué le doy vueltas, si Doña Amparo y usté están di acuerdo, ora mesmo en la noche cuando las lechuzas canten, vamos a pedir la mano de Rosarito.
Cornelio no se esperaba semejante noticia y aunque pensaba en la respuesta, todavía había algo que le intrigaba en especial y no hizo esperar la pregunta crucial que cambiaría el curso de la vida de toda la familia.
—Bueno, anque todavía no le resuelvo, dígame, ¿pa’ qué tanta esplicadera de Arandas y las cosas que tene?, ¿qué tene que ver con los muchachos?
Y que llega la tan ansiada pero temida respuesta de Rafael — Juanillo, se quere casar con Rosario, pero se la quere llevar a vivir a Arandas, a una casa que anda apalabrando y lo mijor es que ta’ cercas de la casa de la Alcantarilla, pa’ que tengan cerca la noria y a ver si los dejan agarrar agua de allí.
Cornelio jaló la rienda que hizo parar en seco al caballo, se quitó el sombrero, giró la vista hacia Rafael, pasó un trago de saliva y le contestó —T’an que se matan los muchachos por casarse y anque las gentis ponzoñosas dicen que el Juanillo no saca un perro de la milpa, y pos pa’ mí que son puras habladas ¡pos que le entren al máiz prieto! namás eso sí le digo, Rosario parece Juana Machetes, tene genio de mula, cuando algo no le parece frunce la boca como culo de gallina y es bien postequi pa’ comer, por eso ta’ medio trasijada y me apura que se la lleve a Arandas, porque allá solita m’hija, nomàs va a andar de entelerida.
Así transcurrió el día y llegó la penumbra de la noche y con ello la rigurosa pedida de mano. Las dos familias se reunieron en casa de Cornelio, Amparo preparó tamales dulces y champurrado que colocó al centro de la mesa en la que estaban reunidos. Rafael llevó tequila suelto del tendejón de don Juan Sainz y por supuesto, Cornelio contribuyó con jarros de barro, que eran de los únicos que había en esa casa.
—¡Lionor, Honorio! dejen de estar agarrando los tamales, no sean angurrientos, embolsíquense uno y váyanse pa’ la pieza de su apá a comérselo y se acuestan a dormir la mona — Amparo indicó al par de niños bulliciosos y después se envolvió las manos en el delantal, suspiró y dijo —Pos a ver, don Rafail, ya t’amos los que semos, ¡aviéntese pues!
— Pos afigúrese que aquí mi muchacho se quere casar con Rosario y en la mañana ya había habla’o con don Corne y pos anque Juanillo en veces anda como burro desboca’o, pos quere a la buena a Rosario y quero pedir su mano, pa’ m’hijo’.
Cornelio y Amparo se miraron uno al otro, dirigieron la vista hacia Rosario y le preguntaron — ¿usté queri casarse con el Juanillo m‘hija? — Rosario abrió aquellos grandes ojos color café que tenía y que formaban un hermoso complemento con su piel tostada y que hacían más notorio el color de sus mejillas sonrojadas por el momento, la muchacha simplemente contestó con voz muy baja —¡Pos sí!
—Bueno pos don Rafail cada quen hace de su cola un papalote y de lo que le sobra, los tirantes, así que ya quedó formaliza’o este desagarriate, y usté Juanillo de aquí p’al real derechito y no se me arrugue cuero viejo que lo quero pa’ tambor, y anque la Rosario ande en veces como ropero de rancho, no quero que me la deje vestida y alborotada, hágamela feliz y tenga bien presente que esta vida es un camote y el que no la goce es ráiz.
Así siguieron el resto de la noche festejando el próximo enlace matrimonial de los comprometidos, Amparo compartía recetas de cocina a la futura esposa, le prometía enseñarle las técnicas de las labores manuales a lo que Rosario con empeño atendía e interesada preguntaba — amá, ¿y me va a enseñar a hacer la feligrana y a bordar orli y tamién hacer calzoneras?
Los hombres ya estaban ebrios cuando de pronto Cornelio saca de abajo de la piedra de desgranar la daga que le obsequió “el 14” y que les grita — ¡A ver jijos del máiz, a mí no mi salgan con que a chuchita la bolsiaron!, ¡éntrenle a los mandarriazos!, ¡a m’hija no se la llevan a otro la’o!
—Pero ya lo sabía Don Cornelio, mi apá le dijo en la mañana — Juanillo contestó temblando del miedo y con la garganta seca y pálido del susto.
— ¡Que te vayas al máiz, escuincle nalgas miadas!, ¡m’hijaaaa, Rosario, m’hijaaaaa o’nde andas mi prieta trenzuda!…
Cornelio estaba totalmente ebrio, no hilaba ideas, su mente se encontraba ofuscada por los efectos del alcohol, pero lo más alarmante fue cuando sin motivo alguno, empezó a deshacerse de la ropa, quedándose únicamente en calzones cortos de manta y la daga en mano. Las mujeres no paraban de llorar, no sabían que hacer, Rosario corrió despavorida al cuarto donde estaban sus hermanos y echó cerrojo a la puerta.
—¡Viejo, cálmate, t’ás borracho!—gritaba Amparo.
—¡Borracha mi pinta suegra, anque esté en el pantión!
Rafael y Juanillo intentaron quitarle la daga y detenerlo pero Cornelio con fuerza descomunal los aventó encima del fogón que afortunadamente estaba apagado y para evitar una tragedia los hombres salieron de la casa y Amparo tras de ellos cerciorándose que se fueran, pero Cornelio cegado por la tristeza de que se casaría su hija, combinado con la bebida embriagante perdió la ecuanimidad y tomó con más fuerza la daga, apuntó hacia los dos hombres y su esposa, lanzó un grito como alarido de animal herido y empezó a perseguirlos por todo el Camino Real. Tropezaban en el empedrado, caían en los charcos de agua que había dejado el temporal de lluvias y nada alumbrándoles el camino, sólo la tenue luz de la luna.
—¡Rosarioooo, mija! ¿on’de t’as? ¡devuélvanmela jijos de la tiznada! ¡tú se las entregatis vieja alcagüeta! ¡Aaaaah! Me han quitao a m’hija…
Tremendos trechos corrieron escapando de Cornelio y para colmo los vecinos de ranchos aledaños no salían en su auxilio y si escuchaban ni se asomaban del pavor de pensar que fueran “azoros”. Así se fueron corriendo cuesta abajo, pasaron por un lado de las norias del rancho El Saucillo previendo no caer en ellas; se siguieron por el puente que daba al panteón y al verse acorralados, no tuvieron opción más que adentrarse en el cementerio y una vez ahí, cada uno corrió por diferente lado, brincando entre tumbas, escondiéndose en mausoleos o detrás de los guayabos. ¡No había ánima que los espantara más que la daga amenazante de Cornelio!
Aquel hombre enfurecido y desdeñado, que sólo portaba esa afilada hoja de acero y lágrimas de pesadumbre en sus mejillas llegó a la entrada del panteón, volteó hacia todos lados, confundido, la vista perdida y un dejo de desesperanza transformaba su figura y la aflicción invadía una y otra vez la mente cada vez que recordaba la tez morena de su niña, que convertida en mujer pretendía dejar la casa paterna. Al no ver a nadie, decidió entrar y husmear entre las tumbas, pero sólo encontró el frío húmedo que azotaba su piel casi desnuda y una oscuridad inmutable. Salió, se recargó a un árbol pequeño y sosteniéndose de una rama se fue quedando quieto, pero alerta para cuidar cualquier indicio de movimiento.
—¡Juanillo, Juanillo! m’hijo, ¿on’tas? —susurraba Rafael.
—Apá, acá estoy, atrasito de la gaveta de doña Jacinta la panadera, ¿on’ta usté que no lo deviso?
— Acá a tu derecha, agasapa’o del guayabo.
— Apá, ¿y doña Amparo?
—Sepa la bola mijo, ni miré pa’ on’de ganó.
Padre e hijo no encontraban qué hacer, si quedarse ahí en compañía de tanto difunto a que amaneciera o arriesgarse a salir a buscar a Amparo y que Cornelio anduviera por ahí vigilándolos.
Amparo estaba detrás de una pequeña capilla de la cual alcanzaba a observar a Cornelio, esperando a que se fuera o se le bajara la borrachera. Así transcurrieron las horas y cuando menos acordaron, el rocío de la mañana humedeció la tierra y un trinar de golondrinas avisaban el nacer de un nuevo día. Rafael y Juanillo se levantaron en busca de Amparo y que encontraron inmediatamente, estaba sentada en una piedra y tenía los ojos hinchados de llorar.
—Amparito, ¿ya si jué Cornelio? — le preguntó Rafael.
—No, írelo, ahí’tá recarga’o al árbol, dormido como caballo lechero, yo creo ya se le bajó la borrachera, deje vo’a ver.
—Pérese Amparito, Juanillo y yo vamos con usté.
Y así se fueron acercando sigilosamente los tres y cuando estuvieron a unos pasos de él, se detuvieron a observarlo. Amparo abrió los ojos sorprendida y le dijo con voz fuerte — ¡Viejo, viejillo, despierte!
Cornelio empezó a abrir los ojos, confundido y desubicado. — ¡¿Qué hago aquí vieja?!, ¿por qué estoy encuera’o?, ¿qué hacen aquí Rafail y Juanillo? ¡Ave María Purísima! ¿Por qué t’amos en el pantión?,¿quén se murió?
—¿Quén se murió viejillo condena’o? — respondió Amparo sumamente molesta, indignada y con la daga en mano que acababa de recoger del suelo — ¡Tú viejo condena’o, tú te vas a petatiar por la vergüenza que me hicites pasar, te voy a colgar de los…mejor ni te digo, pero es lo único que trais tapa’o! ¡te voy a colgar con el ecapal del pescuezo y ¡ándele viejo argüendero, camínele o lo hago caminar con el otate, anque se zurre más de lo que ya anda zurra’o!.
Rafael y Juanillo la ayudaron a llevar a Cornelio de regreso a casa puesto que no estaba en condiciones de caminar por la cruda que le empezaba a atacar y que le era insoportable. Cuando estaban entrando al camino que conducía al Camaleón, no creían lo que pasaba pues los vecinos de los diferentes ranchos aglomerados alrededor de un sacerdote que regaba agua bendita rezando y algunas personas con cruces de madera levantándolas al cielo. Juanillo se apartó de los demás y preguntó a una niña, — ¿qué están haciendo? a lo que ella le contestó — ¡pos mi amá dice que trujieron al padre para que echara agua bendita que porque anochi se apareció un nagüal con chica dagota y que gritaba ri feo y que corría como caballo desvoca’o! — Juanillo inmediatamente les contó a su padre, a Amparo y a Cornelio lo que pasaba, por lo que caminaron lo más rápido posible hasta que llegaron a sus casas.
Pasaron los meses y ya nadie comentaba nada del incidente, todo caminó en perfecta armonía, continuaron con los preparativos de la boda, Rosario aprendió casi todas las labores que su madre le enseñó. Juanillo compró la casa en Arandas con todo y muebles viejos estilo porfiriano y el primer televisor de la familia, claro, en blanco y negro, de bulbos. Y así, llegó el día de la boda. Eran como un par de niños vestidos de novios, pero muy bien plantados. Todo transcurrió con la más pura solemnidad tanto en la misa como en la fiesta. Bueno, cuenta la gente, que esa noche, por el Camino Real ¡se volvió a aparecer el nahual con todo y daga!…
Glosario
Agazapao Escondido
Agrillo Frutilla pequeña de sabor ácido
Agüachinadas De consistencia blanda
Alcahuete Cómplice
Alzas Guardas
Angurrientos Hambrientos
Avíos Víveres
Azoros Ánimas que cuidan tesoros
Batea Utensilio de madera usado en la cocina
Casanga Instrumento punzocortante largo y curvo
Cuacha Heces de ganado vacuno
Desgarriate Desorden
Di’mbalde En vano
Diantris Traviesos
Ecapal Mecapal
Echar reja Platicar con la novia/o
Embolsíquense Échense a la bolsa
Entelerida Débil
Escuelantes Estudiantes
Feligrana Técnica de deshilado en tela
Gaveta Tumba
Hecho la mocha Rápidamente
Jambaron Escondieron
Nagüal Personaje mítico que se convierte de humano a animal
Nigüa Hijos
Ñengo De complexión delgada
Orli Bordado al filo de una tela
Pajaretes Bebida con leche y alcohol
Parapeto Objeto inmóvil
Parbolito Educación preescolar
Petatiar Morir
Postequi Que come poco
Que’sque Dicen qué
Ráiz Raíz
Rondones Escarabajos
Ropero de rancho Adornarse exageradamente
Sorequi Sorda
Tapanco Entretecho de madera
Tistales Porción de masa para hacer una tortilla
Trasijada De complexión muy delgada
Zurre Defeque
Este texto pertenece al libro «El habla de los Altos de Jalisco» del Colectivo El Tintero.