Juan Frajoza |@KioscoInfo | 22 de julio de 2017
Don José Pérez Esquivias nació en el rancho de La Loma Larga, municipio de Tepatitlán de Morelos, el 25 de abril de 1936. A través de su testimonio se descubre y contextualiza parte de la historia y vida cotidiana de la barranca del río Verde en el transcurso del siglo XX. Por su fresca memoria desfilan individuos y detalles de todo talante: balseros, troqueros, la construcción de la carretera federal Yahualica-Tepatitlán, entre otros muchos aspectos. Actualmente es vecino del rancho de Apozol de Gutiérrez, en el municipio de Yahualica de González Gallo.
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Había como tres balseros. Ese carajo que cruzaba el río Verde, pasaba gente. Ya los otros cuando el río estaba hondo, decían que tenían catarro. Le tenían miedo al río. Se llamaba Cruz González. Yo no lo conocí, pero mi papá me platica de ese hombre. Un día cayó un hombre de este lado de Yahualica, que a buscar gente que lo pasara. Nadie quiso. “No, está el río bien compasado de crecido. Él único que puede pasar es don Cruz, el que vive en Casas Viejas”. Apenas había llegado el hombre. Acá se la pasaba en el río. Apenas había llegado y estaba cenando el hombre, cuando llegó este señor a decirle. Ya cenó el hombre y salió. Dijo: “Oiga, quiero que me haga favor de pasarme”. “No, oiga, el río está muy crecido. Así no se puede ahorita, nos ahogamos”. “No, no importa. Vámonos”. “Pos ámonos”. Se fueron. Antes cuáles baterías había. Con una linternita que le ponían un aparatito adentro y tenía un vidrito en los alrededores, con colgadera. Ahí la llevaban pa’ abajo, pa’ la barranca. Y a llueve y llueve. ¡Aquellos años tan llovedores que eran! A los relampagazos iban. Avanzaban y se detenían de vuelta hasta que relampagueaba. Tenía su balsa ahí donde quedó el puente, pero se la llevaba en el hombro, pos era livianita, seca, de madera. Se la llevaba al río, a tirarse, a agarrarle ventaja al charco pa’ salir a cierto lugar antes de que agarrara el chorro de agua. Se aventaron. No pudieron. Los sacaba toda la corriente. Ya llegaban a una que estaba bien peligrosa, que era un chorronón, que era como una cascada y unos pedregales abajo. ¡Y salió el hombre antes de que ya llegaran a esa cascada caramba!. Ya ahí sacó al hombre. Ese don Cruz dijo: “Al puro relampagazo vía yo nomás donde iba que nos llevaba el río pa’ abajo”. Sería en los lugares de las peñas. Ahí hizo la lucha y ahí lo sacó. Hizo un remanso y se cargaron a la orilla. Salieron. Y al hombre le dijo: “Busque el camino, oiga. Está muy embreñado, a ver cómo le va”. El hombre ya ahí se quedó y en la mañana empezó hacer una lumbrita.
Los otros balseros uno se llamaba Leno. Era tío mío, primo hermano de mi mamá. Otro tío Cenobio. Otro Emiliano. Ese Emiliano una vez se echó un señor a la balsa y lo embrocó. Lo sacó la corriente y luego llegó a un piedrón. Se atoró la balsa en el piedrón. Y le decía al hombre el balsero: “¡Brínquele!”. “No sé nadar. Oiga, ¿cómo le brinco? ¿A morirme?”. El río llegue y llegue. Entonces lo sacaron con una soga.
Era peligroso. Era mucho trabajo ir nadando y empujando la balsa con el cuerpo, con el pecho. Nadando con los puros pies y con las manos empujando la balsa. No sé cuánto sea lo que cobraban. Después empezaron a pasar burros nadando. Se los pagaban a peso cada burro. Ahí vide un día que a un Pedro, primo segundo mío, se le ahogó una burra. La llevaba: “¡Ándale y ándale!”. A medio charco se zambutió. Se ahogó. Dijo: “¡Ah!, qué pena con el dueño”. Sabe, no se la cobraría. Sabe con qué acuerdo pasaban sin arriesgar.
Ya después tenían dos trocas. Una aquí en Yahualica y otra allá, por aquel lado de Tepatitlán. Dejaban la troca de aquel lado, echaban la mercancía a la balsa y se la cambiaban a ésta de acá. Era una balsonona grande, de cuatro tambos de esos de 200 litros con unos tablones. Le echaban de media tonelada por viaje. Con una soga de aquel lado y otra estirándole pa’ acá. Aunque fuera crecido el río.
Cuando las primeras trocas, llegó un señor que buscaba quién se las cuidara por la noche. Nadien quiso. Mi hermano Chano estaba chiquillo, pero tenía mucho empeño. Le dijo: “Oiga, yo se las cuido si me da la venia mi padre”. “Anda, avísele a su padre. Nadie quiso de los hombres grandes”. Vino. “No, pos puro peligro allá solo, días solo. Días iré yo, pero te vas a pasar solo allá”. “No le hace”. “Ándale pues, Dios que te ayude”. Ya después un día le dijeron: “Tú lo que saques en el día, Chano, es tuyo. Tú carga y les cobras; pa’ ti lo que saques”. Ya juntaba buena morralla de pura feria de a peso y veintes. Le daba a mi mamá puños. Ya después ya querían las gentes grandes: “Oiga, pos no nos deja la balsa. Aquí le cuido yo la troca”. “No, ya no. Este niño tan chico de edad se arriesgó. Ustedes no quisieron. La chanza es de él”.
Antes de que hicieran la carretera, ahí se iban a Loma Larga y le daban. Entraban por la orilla de Mezcala y subían arriba donde le dicen La Granadilla. Empedraron toda esa barranca, que era de tierra negra, fea. Subían y llegaban como a donde es la tienda de La Manga. Donde es la gasolinera salían y ya ganaban pa’ allá, pa’ Tepa. Pura brechita. Andaban las troquitas. Una polvadera que había. Unas llantitas que se las acababan y ya nomás iban con los pedazos de hule dando vueltas. ¡Cómo sufría la gente de antes! Dijo un muchacho que trabajaba en una troca de los de La Flor de Mayo: “Yo aquí bajé quebrando piedras con las llantas”. Se la pasaban echando parches y llenando las llantas con pura pompa de mano. Muchos se calaban y se les engarruñaban los brazos. Echaban pura madre. Dijo: “Yo sabe cuántas libras echo, pero ya bien agitado”. Dijo: “Yo les decía aquí a unos hombres que se creían muy chingones: ‘a ver, ¡échele aire a esta cámara’. No, ¡qué carajos echaban!”. Luego la manivela. Mi hermano se enseñó porque anduvo mucho con la gente. Le daban vueltas con la manivela, echando andar el motor. Tenía como una horquillita y agarraba la flecha, yo creo. Ahí se enganchaba y le daban vueltas al motor. El chofer con el volante y el ayudante le daba vueltas. Decía: “Si metes la mano mal, se devuelve y te quebra las manos cuando se devuelve”. Hay que tener mucho colmillo pa’ eso. Duró muchísimo de ayudante. Luego en aquellos años no les daban chanza de que se enseñaran, no les prestaban las trocas. Como había muy pocas, no les daban chanza. Duró muchísimo en las trocas. a veces andaba sembrando allá en los cuamiles, allá cerca de Los Huizaches, oyía y decía: “Allá está Fulano pegado, sumido en los barros”. Se iba ayudarle. Sí, le gustó mucho eso a él.
Estaba yo chiquillo apenas cuando la carretera. Unos seis o siete años. Una vez me acuerdo que mi padre me llevó a ver. Estaba un pilonón de piedra de este lado del puente. Me cayí dentro de un pedregal y me descalabré. Era una tronata. Aquí donde le dicen La Herradura, aquí antes de llegar a Casas Viejas, cuando tronaba era una nube, como casas de peña, unos bolones de pura peña. ¡Qué de pólvora gastaron! En ese entonces sembrábamos en Los Huizaches. Ya no vivíamos en La Loma Larga. Se entendió un tío mío ahí en Los Huizaches, en la hacienda ésa, y nos dieron yuntita pa’ sembrar. Fue cuando le llevaban el tramo aquí en La Herradura, pa’ subir a Casas Viejas. Pero también le echaban truenos al río. sacaban pescadal de la matazón que hacían. Aventaban al agua un bombillo. Le ponían una mecha y un fulminante, los metían al bombillo. Lo hilaban con un papel y luego ya le prendían la mecha y lo aventaban. ¡Qué cabrón pa’ arder en el agua! Cuando la lumbre le llegaba al bombillo, hacía explosión abajo. Casi lo más quedaba asentado, montones. Si no traían buenos bañadores, al otro día andaba el naterío de pescado jediondo echado a perder. Buscaban bañadores que supieran zambutirse. Salían con un puño en las mano y otro pescado en la boca. Buenos pa’ sacar. Los aforadores son los que medían el agua, los metros que llevaba el río por segundo. Les hicieron una casita y luego su canastilla. Se metían, bajaban un cable con un aparato y ahí estaban apuntando en la libreta. Ésos son los aforadores.
Me acuerdo que una vez yo y mi hermano fuimos a ver una nasa. Las amarraban con unos lazos que hacían de ixte y las aventaban al río. Me acuerdo de las nasas. Estaba el río tan limpio entonces. Un agua verde, limpia, chula. El pescado estaba cosa buena entonces. Había hasta camarones. Camaronones que salían. ¡Ah, qué buenos! Los echaba uno a las brasas y se ponían rojos, porque eran amarillosos. Un día me tragué uno crudo. De recién chiquillo también vivíamos en unas casitas que están aquí en Apozol. Nos prestaron una casita que era hecha de tepetates. Mi papá me decía Prieto desde chiquinillo. “Toma, Prieto”. Estaba yo acostado y pos me lo tragué con ‘toy patas. Tenían unas tenazonas. ¡Qué animal tan bueno! Se metían a las nasas. Para las trampas en aquel tiempo le ponían tortillas, ya después sangre cocida de res. Antes nosotros le echábamos hasta moloncos de máiz. Se metía el pescado, que había en cantidad. Ya ahora no. ‘Ta muy contaminado el río. Tendría unos cinco o siete años cuando empecé a conocer los camarones. Un día uno sacó uno en la tarraya que pesó medio kilo. Cabrón, ¡qué animalote! Pero le dio un mordidón por acá en el ombligo. Traía unas patas y unas tenazas como el cangrejo. Tenía dientitos.
Dos ocasiones fui a Estados Unidos. Una vez contratado, y otra vez ahí me fui y estuve más de un año. La primera me fui de bracero. Nomás me brincaron la pura línea de Mexicali. En Calexico nos dejaron. Andábamos desahijando lechuga. Bueno, primero pizcando algodón en Sonora y luego ya a desahijar lechuga. Fue en los cincuenta. Nosotros entrábamos ahí y hasta te daban ganas de llorar. Yo decía: “Pobre de mí, ¿con qué me voy a ir”. Hombre, se me hacía muy difícil. Unos pinches surcos largos, y bien doblado uno. No querían que se enderezara uno nada. Inclinado vuelta y vuelta. Tenían un tambo en cada orilla de esos de 200 litros, adentro nadando media barra de hielo. Vuelta y vuelta, bañado uno en sudor. Yo y José, mi compadre, teníamos como unos 19 años. Nomás nos dieron la cartilla y nos fuimos. Me decía él: “¿Qué no te duele la cintura?”. “¡Cómo no me va doler, estoy vivo!” Dijo: “No, ¡es un dolor! No aguanto”. “Tenemos que aguantar, ni modo que no”. Ya que empezamos a enseñarnos, ahora sí qué me hacen. Dos azadonazos y quedaba una matita aquí y otra acá. Estaba como almárcigo: bien tupido. Uno que no sabía iba quitando las más ralas y dejaba el tupidero. Andaba un raitero, nos encaminaba: “¡Y echen chingazos y echen chingazos!”. Era por ahí como que de Michoacán. Muy trabajador el viejo y luego ya sabía muy bien hacer el quehacer. Nos daba una encaminadita y luego nos quedábamos de vuelta. Ahí viene otra vez de vuelta y otro empujón.
El patrón tenía un campo de puras como jaulas pa’ gallinas: dos dormían abajo y otros dos arriba. Así empalmadas las camas, como con unos barrotitos. Un pisito abajo y otro arriba. Barracas les decían. Eran como bodegas grandes, galeronas. Como a las cuatro de la mañana bramaba un cabrón timbre: a almorzar. Unas colononas. ¡Ay, uno de rancho, de pueblo ranchero, está de la jodida! Se enfada uno. Un lonche en la mañana, dos huevos en el comal, una tacita de avena, unas donas o una piecita de pan. Como a la una de la tarde llegaban con sopa de fideo con carne molida revuelta. Pagaban 70 ó 75 centavos la hora. Ocho horas nada más, pero terminaba uno como si se estuviera enyesado de las piernas, bien mallugado. Se dejaba uno caer del troque, se sentaba uno para bajarse. Se cáiba uno bien tullido, hasta que se imponía el cuerpo.
En Yahualica había unos que se entendían a hacer las listas de braceros. Ésa de donde nosotros fuimos ahí a Sonora a pizcar fue de quince días. Le daban a uno una carta y se contrataba uno. Bueno, se acabó el trabajo y nos daban más jale, pero este José no quiso. Hasta se burló ahí la secretaria: “¿Qué, ya hicieron mucho dinero que y a se van pa’ su tierra?”. Traíamos como dos cambitos de ropa nomás, una valijita cabrona. Yo sí quería decir: “Yo quiero trabajar”. Pero el otro me pelaba unos ojos. “Nos venimos juntos y vámonos”, decía. Decía que nos contratáramos por ahí donde nos tocara más pa’ arriba, a ver si pagaban mejor. Pero después ya no hubo chanza. Ahí hubiéramos ganado otra feriecita. Él ya no quiso y andábamos de compañeros.
Al otro lado de La Loma Larga había agradistas. Tenían un terreno que le quitaron al dueño. En La Uva también hubo grupo de agradistas. Les dieron terreno. Eran de Los Trigos. Había otro grupo acá en Las Plazas. Traían sus armas, sus rifles. Ya después pasó el tiempo y ya ni cargaron armas. Se apaciguó todo eso. Ya murieron todos ésos, pero el terreno está ahí todavía. Sabe si lo estarán poseando a nombre sus hijos o familiares. Por ahí rentan pa’ que la gente críe ganados. Son potrerones grandes, buenos, en Las Plazas. Acá en La Uva todos vendieron sus derechos de esas parcelas. Ahí eran los Ruvalcaba los meros encargados. La tierra de acá pa’l lado de Las Plazas sí era buena tierra negra. Ya ahora está toda enmontada. Ahora puro criadero de animales. Ya no se siembra. Eran ejidos chiquitos, una yuntita pa’ cada año les daban pa’ que sembraran. Unas seis hectáreas. El agradismo era bueno. La gente trabajaba la parcela, plantaba su máiz, su frijol. Todo pa’ él. Toda la pasturita pa’ una, dos ó tres vaquitas.
Uno no. Uno sembraba y le daba la mitad al patrón. Toda mi vida por eso fue tan amolada. A eso me dediqué, a sembrar de mediero. Compraba terreno sólo el que fuera al Norte y encontrara por allá buen trabajo. Ahora tienen su pensión y están a gusto. Tienen sus buenas casitas de ladrillo, les llega su chequecito y ahí se la llevan. Tienen su comida segura. Yo ni seguro de aquí ni de Estados Unidos. Si levantaban 50 anegas, 25 pa’ cada uno. Ahí en El Nido de Águilas me estaba yendo bien. Nomás que luego me retiré de ahí. Tenía una puerca. Con dos partos me compré una becerra añeja ya destetada. Con otro parto y esa puerca compré una vaquilla ya grande. Me estaba yendo bien. Levantaba buenas cosechas. Un año me echó 18 anegas de frijol. Me tocaron 9 anegas. Me ayudaba mi vieja a cortar frijol. ¡Cómo levanté frijol ese año! Siempre mi yuntita de 70 u 80 anegas de máiz. El Nido de Águilas era del señor Limón, de Yahualica, Pedro Limón. Buen patrón, buena persona ese hombre. Le prestaba a uno máiz parejo, no cobraba el interés. Si se acababa el máiz, te daba una boleta de harina ahí en La Flor de Mayo. Con él estuvimos a gusto. Ahora: le ayudabas a ordeñar al ordeñador y te daba un litro y medio de leche en la mañana. Ya almorzaba uno y se iba uno a uncir los bueyes. Fueron buenos patrones ahí. Nido de Águilas tenía buena posición de yuntas pa’ un año y otro.
Ahí tenía un tío muy travieso. Cenobio Esquivias se llamaba. Una vez andaban las gentes lavando en el río y les dijo: “Cuidado, porque anoche eché un peleadón con un perro del mal”. Como arremedaba a todos los animales, les aventó unos gruñidos detrás de unas piedras. Corredero de viejas, con trapos mojados y secos. A mí papá también se la jugaba. Teníamos una chiva con chivitos. Un día mi papá estaba cuidando los animalitos. Entonces mi tío se escondió y bramaba igual que los chivitos. Ganaba ahí pa’ arriba y luego bramaba como si estuvieran abajo. Ahí viene mi papá buscándolos debajo de las piedras del río. “Pos dónde están estos animales que no los puedo encontrar”. “Por ahí están”. El viejo acá se reía por debajo del sombrero porque lo hacía desatinar. Ahí lo entretuvo buen rato.
Luego mi hermano compró a la orilla del río Verde. Me dijo: “Vete pa’ allá, hermano. Hay un chorrón de agua”. Pero la tierra estaba fea, bien explotada la arena y bien llena de yonso, un zacate cabrón. El hombre que le vendió tenía alfalfa y se le cubrió la alfalfa del yonso. Acá en el río sufrimos a lo hijo de la chirriona. Una casita que quedaban dos camas pegadas. De una cama brincaba uno a la otra. ¡Qué sufrimiento! Y un pedregal ansina, chicole de pedregal. Grandotas. ¡Y aquel alacranal! Todos los días nos picaban, a uno o a otro. Todo a oscuras, ¡cuál luz, cuál nada! Estaba un nogal que tapaba la puerta. ¡Aquella sombra en la noche! ¡Qué oscuridad! Dos ocasiones llegué en una pura carrera del puente hasta aquí a Apozol porque se me morían los chiquillos, y aquí anduve yo buscando gente que tuviera inyecciones para los alacranes. ¡Puro pinche sufrimiento! Un día fui a platicar con un tío mío, ahí estaban sus casitas al lado del puente. Maté como diez alacranes. Hasta estaban peleándose una pila como de veinte o treinta.
Entonces me la pasaba yo por el río, todos los días, mañana y noche, sacando quiliguas de pescado para mantener a mi familia. Unos decían: “Yo creía que te mantenías en esta huerta”. ¡Qué chingados daba, no daba nada! Pura arena lavada y llena de yoso, esa hierba cabrona. Entre las plantas salían aquellos chicolones de zacate. Bueno, una vez sembré cacahuates y sí pegó. Serían unas dos toneladas. Total, sacaba veinte kilos al día. En la mañana sacaba diez y en la tarde iba de vuelta y sacaba otros diez. ¡Qué pescadal había! Traía las nasas hasta la jondiada. Hubo nasas que sacaba seis kilos. También poníamos anzuelos, yo y mi vieja. Iba a Yahualica y a Tepatitlán. Los llevaba en quiligua, le echaba uno yerbitas de esas de laurel. Ese laurel les daba oxígeno, ese laurel tan oloroso. Ahí en el río hay. En Tepa en veces era la una y todavía estaban resollando los pescados. La canasta se humedecía con el agua que le echaba uno y las yerbas. Ya te digo: yo vendía mucho pescado en aquel entonces.
Entonces un hermano mío me invitó al Norte. Me fui y duré como un año nomás. Primero entré a lavar platos en un restaurant. Pero un sobrino mío estaba en otro y ya me despachó mi hermano: “Anda a trabajar con Fulano, porque falló ahora”. Fui en su lugar de él. Y ya le dijo un mayordomo a mi hermano: “Pa’ otra vez, si este muchacho falla, mejor manda a tu primo”. Mi hermano dijo que yo era su primo porque me prestaron un seguro chueco pa’ poder trabajar. Estuve trabajando donde dijo. Al ajustar el año, mi hermano se vino pa’ acá. Su trabajo de él era ir por unos papeles a otro restaurant. Pero él sabía manejar. Ahí le prestaban una camionetita y la agarraba. Iba y tráiba los papeles. Ya me dijo el mayordomo: “Anda a traer los papeles. Aquí están las llaves de la camioneta”. Dije: “No, oiga, yo no sé manejar”. “¿Cómo no vas a saber?”. Fue mi ruina. Llegó un muchacho de aquí de Cañadas. Estaba un hermano de él de cocinero y le dieron cuatro horas y a mí me quitaron cuatro horas. Le dije al mayordomo: “Yo con cuatro horas no mantengo a mi familia”. Y me vine. Ya después pensé: “Cómo no me fui a buscar otros trabajos estando ahí”. Se cierra uno, porque al poquito tiempo a los que estaban allá les dieron papeles. Si yo me haya quedado, ya hubiera agarrado papeles. Le hubiera arreglado algo a mi familia. A lo mejor hubiera cambiado mi vida. Todo por no haber sabido manejar. Ahí varios tenían carrito y se enseñaron a manejar dando chingadazos. Se compraban su carrito y dando vueltas se enseñaban.
Aquí en Apozol vivía Pablo Álvarez. Ese hombre era bueno pa’ los versos. Era muy listo el viejo. Bueno pa’ bailar jarabes. Estaba medio bizquillo y se clavaba. Una vez le echaron una bailadora ahí en Ocotes, sería pa’ la fiesta. Dijo: “Quebramos el tablón”. Ha de haber sido delgadón el cabrón pa’ que diera el repique por delgado. Hacían andamia. Sí, tipo tapanco. Es como el que hacían pa’l rodeo, donde se sentaban las reinas. Ahí se subían a bailar. Un tablado grande. Ponen horcones y estaban arriba en alto. Se daba unas vueltas el viejo. En el tablón se van pa’ acá y dan vueltas. Así andan. La mujer extiende las naguas, agarra sus naguas. El hombre con las manos por detrás de la cintura. Se almiró la gente de ese viejo. Muy bueno pa’ los jarabes. Y la mujer también buena pa’ bailar. Por eso le pusieron esa bailadora en Ocotes. A mí me platicaba: “Yo fui el que vino quebrando el tablón. Le cargué unas patadas y tronó”. Yo nunca me enseñé a eso. Ahí gente que sí se enseñaba, poca gente. La gente, agilitando, sí se enseña. Mi tío Cruz Huerta también era bueno bailando. Los artistas sí se lo saben de memoria. ¡Qué bien los bailan! Sí, también se abrazaban. Sí bailaban abrazados. Los jarabes era la pura música y la brincadera al final. Para divertirse, un jarabe tapatío.
Ese mismo hombre organizaba el coloquio. Ése tenía su grupo de mujeres y hombres. Hacía sus cabrones coloquios y salían a los ranchos a divertir la gente. Acá a San Bartolo, a Mezcala. Todo eso andaban. Aquí vivía el hombre, aquí tenía su casa. Bien chistoso. Sabe cuántos versos tenía. El que la hacía de Diablo traía unos cuernotes y una máscara de barbas por acá. Había un muchacho aquí buenazo y se le pegaron. Lo fueron a corretear hasta la barranca. Por allá se escondió. Enantes no le pegó un infarto. Luego andaba el viejito, el papá, preguntando: “¿No han visto a mi muchacho?”. “Búsquelo allá en la barranca, allá se le pegaron con la máscara”. ¡Qué bárbaros, mano! Al buenazo no le gustaban los huaraches. Hasta sacaba lumbre con los talones en el cascajo. Nomás el Diablo tráiba máscara en la pastorela ésa. Horrible la hija de la madre de máscara. El Diablo era de ahí de La Estancia. En el coloquio bailaban jarabes los pastores. Era diversión chula ésa. Se juntaba toda la raza del rancho. Tenía el hombre su buen patio, grande. Luego tocaba. Era músico y todo. Lucas Álvarez tocaba la guitarra, Silverio Pérez la guitarra, Pablo Álvarez el violín, José González el violín y Hermenegildo Esquivias la tambora. Chingados bolillazos que le daba. Sonaba, se oía como de aquí a La Estancia. Hueca por dentro y bien arrequintado el cuero que le ponen. Bien hecha esa tambora. La tocaban con un palillo y el bolillo dando trancazos. Gentillal que se arrimaba de La Estancia, de Los Trigos, de Las Amarillas. Antes había mucha gente. Ya no hay gente aquí ya. Se acabó la gente. Munchos se murieron, otros se fueron al Norte. Estaba el rancho lleno de gente. Ya todas las casas están llenas de ardillas. El jarabe lo bailaban de a pareja, de una por una.
¡Ah, qué don Pablo! Al última se murió por allá a la orilla del pueblo, a la orilla de Tepa. Pobre hombre, pedía limosna. Una vez aquí en la bajada al río me lo encontré. Estaba con una cobija extendida. Vació un bote que tráiba como de esos de cuatro litros lleno de pura feria. Ahí estaba contándole y echándole al bote. Le dije: “No, tío, no ande haciendo eso. Cualquier muchacho, gente por ahí le quita la vida por este dinero. Ni es dinero de mucho valor. Pura feria. No, no ande haciendo eso, tío”. Hizo un ñudo a la cobija de su dinero suelto. Murió ya hace muchos años, unos treinta o cuarenta. Su mujer era Tomada Esquivias. Era hasta tía mía. Su mujer y mi mamá, primas hermanas. Era Esquivias la señora. Cuando él murió se acabó eso. Él era de entusiasmo, de diversiones. Era bonita la música de cuerda.
Aquí también agarraban los gallos en el suelo. Ahí en un parejo que había. Dejaban gallos ahí y tenía que ir corriendo el caballo. No todos agarraban el pollo, nomás el que era el más gallo pa’ eso. Tenían que agacharse y a la pasaba agarrar el pollo. Lo hacían como en febrero. Pero la gente se va retirando y se olvidan. No vez el rodeo. Era cada año por todos los ranchos y se acabó eso. Rodeo, pa’ tumbar toros. Un lienzo que está ahí grande, tiene un corral. Ahí encerraban los toros. Los toros los encerraban. Toda la gente se ponía a caballo. Se le hacía una cerca, echaban al toro y se le pegaban a tumbarlo. Pero se fue acabando. Muy divertido eso, bonito. Ya casi pa’ acabarse, se jineteaba. Se ponían parejas, camas: “¿Cuál agarras de los dos toros?”. Yo una vez vi algo de muncho valor, quién sabe de dónde sería ese muchacho. Ay estaba oscuras y ése le montó al última. Dijo: “¡Jinetién ansina!”. ¡Le montó con la cara pa’ atrás! ¡Qué valor de hombre! Luego, al revés: con la cara pa’ la cola. Se lo soltaron. Fue a bajarse mero abajo del rancho. Agarró un arroyo pa’ abajo. No lo tumbó. De ahí pa’ abajo pura cuesta abajo. Hasta cruzó la carretera. Peligroso que se fuera entre los nopales. Sin ver por dónde iba el toro. Un arriesgue de ese muchacho. Yo oyí que les dijo: “¡Jinetién ansina! ¡Con la cara pa’ delante qué gracia es! ¡Suéltenmelo! Luego con las espuelas, picándole. Son chavalos que se enseñan de chiquillos. Tienen ganados y se enseñan desde chiquillos a montar.
Para los angelitos había muchas alabanzas. Tenían un cuaderno y de ahí las cantaban. Aquí había muchos cuadernos. Iban leyendo los versos y los iban cantando. Si no los sabían de memoria, ahí estaba la letra. Los vestían de blanco, con su corona de flores. Así se usaba. Les ponían la corona la madrina y el padrino. El alabado es pa’ los muertos. Una vez yo fui a velar uno allá a Los Yugos. Ya pa’ llevárselo al panteón, se metió uno a cantar así a con él. Se le enchinaban a uno los cabellos por lo que dice El alabado. Te digo, hombre de valor: se metió con el cuerpo a cantarle. Ya le cantaron y luego se salió una tropelada de cabrones con el cuerpo, a hombros. Hasta Cañadas lo llevaron en hombros. Ya ahora no. Ya ahorita van las funerarias por ellos. El alabado era bien triste. Pero era pa’ la gente grande, a los angelitos no. Ésos están libres de pecados. ¡Qué pecado puede tener una criaturita! Ya uno de cuerpo grande, tiene pecados. Por eso le cantan El alabado, pa’ alejar el Diablo. Pa’ eso es. Las criaturitas, limpias y puras.
Don José Pérez Esquivias nació en el rancho de La Loma Larga, municipio de Tepatitlán de Morelos, el 25 de abril de 1936. A través de su testimonio se descubre y contextualiza para de la historia y vida cotidiana de la barranca del río Verde en el transcurso del siglo XX. Por su fresca memoria desfilan individuos y detalles de todo talante: balseros, troqueros, la construcción de la carretera federal Yahualica-Tepatitlán, entre otros muchos aspectos. Actualmente es vecino del rancho de Apozol de Gutiérrez, en el municipio de Yahualica de González Gallo.
- La memoria colectiva e individual son parte fundamental de los bienes culturales inmateriales con que cuentan los pueblos. Sin embargo, en la actualidad su transmisión se ha visto reducida por nuevas circunstancias de sociabilidad. De esta suerte, el Gobierno Municipal de Tepatitlán de Morelos, a través de la Dirección de Arte y Cultura, ha comenzado a implementar un programa de intervención nombrado Taller de Historia Oral, cuya finalidad es recoger, difundir y salvaguardar el testimonio vivo de los hombres y mujeres que han forjado el presente. Copia de todos los materiales sonoros obtenidos durante el trabajo de campo, serán donados a la Fonoteca del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) para la creación de un fondo particular.