Eduardo Castellanos Gómez | @edcastellanos | 22 de marzo de 2017
Ella le daba clases hasta a ochenta niños al mismo tiempo. No tenía título de maestra, pero tenía dos certificados de primaria. Nada de aulas con pizarrón interactivo. Sólo el “silabario” en la mano y los alumnos en una sillita. No hacía marchas ni plantones. Es más ni siquiera exigía su derecho de escalafón.
Eran otros tiempos. Cuántos chamacos habrán aprendido a leer y escribir con ella. Cuantos memorizaron los mandamientos, el catecismo. Todo hasta que un día su hermano gruñón terminó por espantarle a los niños.
Cruchis, Cruci, Crucita, Cruciana, María, Cruceiro, Cruz Gallardo De la Torre. ¿Cuántas hojitas parroquiales habrá entregado? Hace tanto tiempo que no la veía.
Creía que era fácil encontrarla. Me equivoqué.
La última vez que la vi fue por televisión. Estaba ahí, justo detrás del ataúd café que resguardaba el cuerpo del sacerdote Jesús Melano, el día de su misa de exequias. Pero ese día no hablé con ella.
La última vez que platicamos, fue una mañana de julio, en el nombramiento de la octava parroquia en la ciudad de Tepatitlán, mientras hacía mi trabajo reporteril. Estaba lúcida, recordaba fechas y acontecimientos como si hubieran sido ayer. Me contó de su hermano, mientras comía una enorme pieza de pan para mitigar el hambre -No almorcé- me dijo.
También esa fue la última vez que logre captarla con mi cámara de video, llevaba un vestido blanco que incluía pequeñas bolas negras, su cabello blanco hacia juego con la vestimenta, su estatura de un metro treinta y ocho centímetros y sus peculiares lentes con semejanza a asientos de botella que la vuelven inconfundible. Lleva casi 40 años entregando la hoja parroquial en cada hogar que lo solicite.
La volví a ver, en su casa, por la calle Porfirio Díaz, en el número 307. Estaba parada en la entrada, escondiendo un cigarro detrás de la puerta, el humo la delataba. Llevaba puesto un chal rosa, sobre el vestido azul. En las orejas unos aretes de fantasía. En la muñeca un pequeño reloj de pulsera al que la vista no le alcanza para ver la hora. Me recibió con su sonrisa casi desdentada.
La casa tiene un fresno en el patio central, un pequeño corredor con arcos y un zaguán que a los costados tiene murales hechos en el año de 1971 por algún artista “peguerense” que iba de paso. Uno revive la escena de dos señoritas, a una de ellas apenas se le puede apreciar, pues el enjarre carcomido por los años en la pared de adobe sólo deja apreciar una colorida enagua, las dos mujeres recogen agua de una pequeña laguna. En la otra pared se aprecia a un adolescente vestido de manta, tocando la guitarra, sentado en un pequeño trozo de madera, al fondo una casa, con techo de tejas, la vivienda es abrazada por la sombra de un gran árbol, como el de la casa intestada con dos escrituras en la que habita Cruciana, la repartidora de hoja parroquial, la vendedora por catálogo, la ex maestra de parvulitos.
La muerte llegó en septiembre
Cruciana tiene 79 años, Hace 65 murió su madre y hace treinta, su padre. Preguntarle por el hermano del que tanto hablaba cada vez que la veía sería una fórmula eficaz para romper el hielo.
-¿Cómo está tu hermano?
-Se murió, ¿a poco no sabías? Se murió el 3 de septiembre del año pasado, de depresión, de eso murió, porque ya no quería a nada ni a nadie.
El hermano llevaba 23 años con ella, era un hombre que se volvió huraño, que no recibía visitas, ni quería escuchar la radio. Margarito, era su nombre. Estaba enfermo de depresión según deduce Cruciana, desde el día en que lo abandonó la mujer a la que tanto amaba, dejándole a los ocho hijos, la menor, de un año y medio.
Él fue el único hermano que vivió más de ocho días. Tuvo otros cinco, de los cuales sólo sobrevivió Margarito, los demás fallecieron a los pocos días de haber visto la luz, sin saber nunca la causa de los decesos. Lo mismo pasó con Margarito, no sabrá a ciencia cierta de que murió, pues dice no llegó ningún médico a tiempo para realizar el acta de defunción. Y aunque ha preguntado dice que no ha obtenido respuesta. Alguien le sugirió ir a preguntar en el registro civil, pero creyendo que será un tardado proceso burocrático, prefiere quedarse con la duda.
–¡Uuuuh! Dios mío, al cabo ya se murió, ya pa´ que quiero saber de qué.
Cruciana nunca imaginó que unos pequeños sorbos al licuado serían el último alimento que llevaría el hermano a las entrañas, junto con un rotundo “no quiero, no quiero”.
Hasta la muerte le salió mal a Margaro. No había dinero para un ataúd, la familia no contaba con un espacio en el cementerio, el sacerdote no llegó a tiempo para administrarle los Santos Óleos y murió sin confesión, uno de los más grandes temores de Cruciana.
Ese fatídico día llegaron antes los de la funeraria, a quienes les habían solicitado un ataúd fiado, que luego se completaría con el apoyo económico que recibe Cruciana cada dos meses del programa de apoyo federal “65 y más”.
Los días estaban lluviosos, el cielo se rehusaba a escampar, la participación de personas a las honras fúnebres de Margarito se limitó a poco menos de una decena. No había quien avisara a los amigos, a los parientes, a los vecinos; por lo tanto, los rezos podrían ser insuficientes para la salvación del alma del hermano. Los del servicio fúnebre no le habían colocado algún rosario, ni crucifijo sobre el ataúd, pero si habían rejuvenecido el cuerpo sin alma que yacía en el interior.
-Vieras que feo estaba, “horriblísimo,” como no se dejaba bañar tenía la barba muy grande, los ojos casi no los abría, se lo llevaron los de la funeraria, lo arreglaron. Vieras que guapo quedó, tenía 77 años y haz de cuenta que lo dejaron como de 50.
Con la muerte del hermano la casa quedó intestada, la propiedad era de los dos, estaba “dividida a la mitad”, quedaron dos escrituras.
Las “Conchas”
Cruchis, Cruci, Crucita, Cruciana, María, Cruceiro, Cruz Gallardo De la Torre.
El tiempo se ha llevado la pintura de la casa de dos ventanas, una con cristales, la otra de madera. La puerta de fierro que alguna vez fue de color azul turquesa, tiene cuatro vidrios, de los cuales, uno está roto. Por fuera, hace contraste un contador de consumo de energía eléctrica, digital, moderno, del que a Cruciana alguien le dijo: “tendrás que tomarle la lectura con una tarjeta de prepago”. Eso la angustia, pues está muy alto para su corta estatura.
Ahora su única compañía son tres gatos blancos, dos hembras y un macho, los tres se llaman “Concha” dice que solo así puede distinguirlos. Con ellos juega y pelea. Les compra whiskas porque así los acostumbraron los antiguos dueños. De vez en cuando les da un pequeño trozo de carne o jamón como agradecimiento por la compañía. Tiene también tres gallinas, una con tres pollos, otra echada empollando un huevo. Las aves comen maíz.
-¿Qué harás con los pollos cuando crezcan?
– No, no pos apenas están chiquitos así. (usa las manos tratando de explicar el tamaño) Pos yo las quería vender las gallinas, pero me las querían comprar a cuarenta pesos cada una (enfatiza con voz triste) dije no, no, mejor yo me las como. ¡Pos oye!
Alguna vez también tuvo un gallo, casi tan asesino como el de la famosa canción del charro de Huentitán, Vicente Fernández. Aquella ave maldita le causó heridas considerables, al grado de que alguna vez pensó llamar a protección civil para que fueran a matarlo.
-Tenía un gallo pero ojalá y vieras, casi me mataba a mí. Mira aquí tengo una cicatriz que me hizo, (mostrando la palma de su mano derecha) luego acá en un cachete (señala con la mano la mejilla derecha) y aquí en la frente, acá se me trepaba, acá encima de mí y me golpeaba la cabeza. Le decía: óyeme tú, tú me vas a matar yo te mato primero a ti. Yo le tiraba ladrillazos, escobazos y no le atinaba.
Un amigo le hizo el favor de terminar con la vida de aquel gallo bravo. Un descuido fue suficiente para caer en las manos del verdugo quien a fuerza de vueltas hizo volar el cuerpo de la plumífera víctima que quedo desprendido de la cabeza. Luego en una olla con verduras, en un caldo que duró dos días, salió el estofado que Cruciana compartió con sus amigas “Las Anaya” y con las tres “Conchas”.
Voceadora a domicilio
Cruchis, Cruci, Crucita, Cruciana, María, Cruceiro, Cruz Gallardo De la Torre, es conocida por un número considerable de tepatitlenses.
Todos los miércoles recorre las calles para hacer entrega de hoja parroquial, lleva el catálogo de cosméticos y productos de belleza a sus clientes, un entretenimiento que le ha servido para ganarse la vida y hacer amistades.
Los domingos ofrece nuevamente la hoja parroquial y otras publicaciones de corte religioso al concluir la misa de las doce del medio día en la Parroquia de San Francisco. En los buenos tiempos llegaba a repartir hasta sesenta y cinco ejemplares de hoja parroquial, algunos clientes fallecieron y otros ya no quisieron.
-Orita la sigo entregando, a lo mejor a poquito ya no voy a poder caminar ni ver, esa es la cosa. Pos lo que Dios quiera ¡Vedá!
-¿Cruciana, tú la lees?
-La leía, ya no puedo, ya no veo, bueno si veo, pero poquito.
-¿De qué habla la hoja parroquial?
-Mira habla del evangelio, de los matrimonios, de las presentaciones, de los difuntos, de las familias, luego este “Toño” manda un escrito de allá donde chocaron las torres, allá vive él. Sacan muchas cosas.
El último destino de las hojas parroquiales y gacetas diocesanas son las jaulas en donde los pájaros, casi siempre cantores descargan los residuos intestinales.
El medio fondo
Tiene una vieja televisión a blanco y negro que ya no utiliza. Unas vecinas le prestaron una a color y le contrataron el servicio de cable, lo único que ve es el noticiero de las tres y de vez en cuando algún programa religioso. Por las noches decide no encender el aparato por que lastima sus ojos, a los que únicamente una operación podría darles un poco más de luz. Pero la cirugía podría costarle más de 20 mil pesos.
Algunos especialistas han tratado la miopía de Cruciana, -he tenido lentes de todos los oculistas de aquí, de Bayardo, de Franco, de muchos ¡vedá! Una vez el padre Miguel Ángel me dio 300 pesos para que me comprara otros, supuestamente los tenía que cambiar cada año, yo los cambiaba nomas cuando se me quebraban o algo, como cada tres o cuatro años.
-¿A qué edad empezaste a usar lentes?
-¡Uuuuuh! pos mira, así estudié en la escuela, nomas que yo era muy inteligente seguramente, porque era cuando teníamos que copiar todo, no teníamos libros, nosotros teníamos que escribir a mano todo, todo, todo. Hacer nuestros cuadernos, con hojas sueltas que comprábamos. Yo caminaba del pizarrón de un lado al otro, de aquí para acá, así haciendo el escrito. Así salí “sesto”
La maestra Leonarda, fue la persona que le obsequió los primeros lentes. Una tarde mientras sus pequeñas manos trabajaban el punto de cruz, la profesora mandó llamarle, para que se probara los lentes de las maestras, ningunos lograron aumentar la visibilidad de Cruciana. En el mercado también buscaron unos que se ajustaran a su escasa vista, la búsqueda resultó infructuosa. Tuvieron que recaudar dinero para enviarla a Guadalajara y continuar con la búsqueda.
-Hicieron una rifa de un medio fondo y me mandaron a Guadalajara, a la Calpini.
Tuvo que cursar en dos ocasiones el sexto grado, no porque hubiera reprobado, sino por esperar a Margarito, su hermano, que no quería quedarse solo en la escuela y que iba un grado debajo de ella. Obtuvo dos certificados. En esa época también fue alumna de la maestra Petra Nájera.
Cuando terminó la educación primaria la famosa maestra Leonarda, trató de enseñarle taquigrafía y algunos otros oficios, pero su padre no le permitió seguir con los estudios.
-Cuando era la fiesta de Leonarda como yo era la de mero adelante, a nombre de los del salón yo le tenía que dar el regalo y todo. En ese entonces yo medía como uno treinta y ocho. Cuando te daban el certificado te median y ponían tus características, desde la forma de la nariz, hasta el tamaño y color de los ojos, como era la forma boca.
Los dos certificados como parte de la hoja de vida quedaron olvidados en una vieja petaca.
El llamado de las campanas a misa de siete de la noche en el templo de San Antonio, acompañan nuestra conversación. A Cruciana le gusta hablar, conversar por horas, como si la vida se fuera a terminar en un suspiro.
El método San Miguel
“Amarás a Dios sobre todas las cosas. No tomarás el nombre de Dios en vano. Santificarás las fiestas. Honrarás a tu padre y a tu madre”.
Cuántas veces se dejó escuchar ese sonsonete a ritmo de coro infantil en la casa de Cruciana.
Durante muchos años esta finca de la calle Porfirio Díaz, fue sede de un centro educativo un poco clandestino, fundado y dirigido por la misma Cruciana, quien enseñaba a los niños a leer y escribir. Era un lugar a donde las madres llevaban a los hijos para que no estorbaran mientras ellas hacían las labores domésticas.
Sin un título de maestra, Cruciana lograba que sus educandos aprendieran los principios básicos de la escritura y la lectura. Y también del catecismo de la Santa Madre Iglesia.
(Saca del interior del zaguán una pequeña silla de plástico azul, de esas que tenían figuras chinas en el asiento)
-Esta silla era de mis alumnos, que como no me pagaban pos mejor no venían por la silla ¡jajaja! Entonces yo empecé cobrando tres pesos por mes y haz de cuenta que yo ni me arrimé con nadie a ver si me daban trabajo o algo. A una vecina de aquí de la vuelta su hijo no alcanzó lugar en la escuela y me dijo: “Ay Cruciana cómo no te pones tu a dar clases”. Y yo le dije: “¿Cómo crees que yo voy a dar clases, yo que sé de eso?” Es que yo nomás estudié la primaria, fue en ese tiempo que no había aquí secundarias, en ningún colegio ni en ninguna parte y mis papás que esperanzas que me fueran a dejar ir hasta Guadalajara.
Cuando inició la escuelita, todos los niños llegaron con una pequeña silla y un veliz o una pequeña tabla que les servía de mesa de apoyo, todos ordenadamente tomaban la lección en el salón improvisado en el amplio corredor con arcos.
-No te echo mentiras, pero entraban a segundo, de conmigo de kínder entraban a segundo, todos, todos salían leyendo bien. Todos eran de cuatro y cinco años. Tuve un alumno que leía como gente grande la biblia y hasta se sabía la tabla del cinco, la del seis y la del siete, ahorita ya los niños van en sesto y apenas las andan sabiendo.
-¿Qué enseñabas a los niños?
-A leer y escribir, cantos, a rezar, jugábamos. Tenía hasta ochenta niños yo sola. Entonces todavía vivía mi papá, me encerraba para que no se fueran a salir. Yo aquí les vendía dulces y todo, les daba recreo, nomás les abría la puerta a la hora de la salida, solos se iban no ocupaban a las mamás para andarlos trayendo y llevando. No había tanto peligro. Ya después ya tuve que dejar porque mi hermano ya estaba conmigo y ya no dejaba que los niños fueran al baño, ni nada. Ya no pude trabajar por eso. Luego la gente quería que fuera a enseñarlos a su casa, pero ya no podía, tenía que atender a mi hermano.
El método de enseñanza fue inventado por la propia maestra, utilizaba un método conocido como silabario o método de San Miguel, nunca nadie la orientó para la enseñanza de la educación básica. Su madre quien sólo sabía leer, aprendió a hacerlo con el famoso silabario.
-Yo oía que decía: “metafa, metofo” yo nunca le entendía, creía que estaba hablando inglés. Luego yo lo aprendí y ahora todavía me procuran ese silabario. Yo les enseñaba primero en un cuadrito con las cinco vocales, a ese cuadrito le nombraban cajoncito a,e,i,o,u,e,i,u,o,a,i,u,a,e. Yo ya me lo sabía de memoria. Les enseñaba a escribir en letra de carta.
Ahora en ocasiones, cuando camina por la calle encuentra con personas que le dicen: “Tu me enseñaste a leer el silabario” –Si yo te enseñé- responde ella.
Obtuvo dos reconocimientos como maestra que le fueron entregados en la Casa de la Cultura de Tepatitlán. Por no estar incorporada, nunca obtuvo algún apoyo de instancias gubernamentales.
Sin saber mucho ahora de paros de sindicatos, reformas educativas, lideresas sindicales encarceladas y actualizaciones magisteriales, Cruciana reconoce que los tiempos han cambiado y la educación también.
-¿Qué opinas de la educación actual?
-Mira, yo pienso que los niños no tienen la culpa. Ahora no saben leer ni escribir, estando en alto grado. Este cambio que hicieron de libros los atrasó, porque yo creo que los maestros tampoco no los enseñan, pero como tienen métodos y libros nuevos, no es igual como antes. En mis tiempos desde chiquillos nos enseñaban, ahora ya muchos de grandes no saben nada. Los maestros si sirven, nomas que ahora hay muchas vacaciones de puentes y todo eso, antes teníamos menos vacaciones. Íbamos a la escuela tarde y mañana. Horita están en sesto y de ortografía no te saben nada. Una de faltas que sacan, yo era muy lista, si acaso me sacaba tres faltas, eran muchas. Yo tenía mucha inteligencia, pos horita ya se me está acabando ¡vedá! Jajajajaja
La hora del novenario
La tarde empieza a caer lenta, vuelven a sonar las campanas del templo de San Antonio, advierten, y advierto a Cruciana sobre la hora, unos minutos faltan para que tenga que marcharse al rosario del recién fallecido sacerdote Jesús Melano. Pareciera no importarle, pide que continuemos hablando. Le gusta hablar, ser escuchada.
-Ay, ni te dije que te pasaras a sentarte- Me dice en tono preocupado como queriendo que la conversación nunca termine.
Cuando yo me muera pónganle ahí María de la Cruz, entre comillas Cruciana, porque si no, no van a saber ni quién soy.
*Este texto fue publicado originalmente en 2014 como parte del rescate cultural y periodístico realizado por el Colectivo de Periodismo Narrativo de Tepatitlán, El Zaguán. Hoy lo retomamos en homenaje a uno de los personajes más emblemáticos y queridos de la ciudad. Hasta siempre, Cruciana.