Víctor Rivera |@Victor_Rivera_S | 23 de diciembre de 2016
Los últimos días he recibido asaltos al recuerdo que nunca fue. También a la memoria que nunca viví, pero que duele. Otra vez las dictaduras, otra vez los militares. Una vez más, el imperialismo yanqui.
La primera vez que tuve este sentimiento, no la recuerdo. Pero sí que recuerdo, cada que se enciende la llama de la nostalgia, por las lágrimas y los dolores, de las personas que lo sintieron – y quienes aún lo sienten—, en carne propia, por los testimonios dejados.
Acabo de dar la vuelta a la última página de un libro que parecía no tener nada que ver con el dolor y la represión, y a la vez, lo tenía todo. Un libro que proyecta en su título, ese juego de palabras que le dan a metáforas deportivas, la semejanza directa, con el reflejo de la vida misma: La pena máxima.
El texto es del peruano Santiago Roncagliolo y su portada con los gajos de un balón, invitan a leer la historia social, de un Perú a mitad del mundial de futbol de Argentina, en el lejano 1978. Pero – parafraseando a Cortázar – ese libro es un libro y muchos libros a la vez. Sí aborda un contexto social, pero también es un retrato de cómo el Perú vivió y colaboró en la Operación Cóndor, durante los regímenes dictatoriales de Sudamérica, con una estrategia que buscaba, apaciguar las aguas comunistas, en el mundo vigilado por los Estados Unidos.
Félix Chacaltana, el protagonista, es un hombre joven, que es guiado por el destino para convertirse en un investigador. En su radiografía, se encuentra mucho de lo que explica Tomás Eloy Martínez, para referir a la esencia ética del periodista, donde dice, en el libro Santa Evita, que cuando el hecho se te presenta en la cara, no tienes otra cosa que hacer más que abordarlo. Y Chacaltana, justamente eso hace, camina por los testimonios, no con la intención de buscar, sino dejándose encontrar.
Es un investigador empírico, sin técnica (todavía), con mucha ausencia del sabueso que es Joseph Rouletabille, el experto en casos creado por Gaston Leroux. Pero es un latinoamericano. Un joven confundido con su patria, con su madre y con su amor por Cecilia. Un joven que quiere hacer las cosas distintas y se encuentra con la barbarie…
Durante la dictadura de Rafael Videla, en Argentina, más de 30 mil personas desaparecieron. Antes de hacerlo, hay paredes que fueron testigo de los gritos y los dolores. Hay chorros de agua que corrieron por la geografía de sus cuerpos, mientras respondían a las leyes de la física, con choques eléctricos. Y más aún, hay personas que vivieron aquello y que aún da fe, de lo ocurrido.
Sin la intención de dedicar mi tiempo a indagar en las crisis humanitarias en las dictaduras latinoamericanas, me dediqué a ver una miniserie titulada Llámame Francisco, donde encontré el mismo dolor que leía en la novela de Roncagliolo. En cuatro capítulos, la historia aborda distintos pasajes de la vida del ahora Papa, Jorge Mario Bergoglio. Allí también aparece la barbarie vista por Chacaltana en La pena máxima. El Papa Francisco, es un sobreviviente y testigo de las penas, dolores y traumas dejados por los militares a nuestras sociedades. Es testigo de la desaparición y el dolor de encontrar a un conocido, entre las tierras de una fosa clandestina. Sin embargo, nuestro destino debe enmarcarse en una frase que reza en dicha serie, a manera de filosofía de la grande patria: “Yo perdono, pero nunca olvido”.
Por eso mismo, no olvidemos que en esta guerra contra el narco que vive México, ya van 100 mil muertos y 30 mil desaparecidos. Ya se superaron los números de las dictaduras ¿Quién se atreve a decir que ya no estamos en la barbarie?