Editorial | Kiosco Informativo | 21 de abril de 2025
Hoy el mundo despide a Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa latinoamericano, pero para México —y para quienes creemos que la fe también puede ser una forma de resistencia—, se va Francisco: el Papa que nos miró de frente, que habló claro, que no se acomodó.
Desde Roma, donde murió este lunes 21 de abril a los 88 años, Francisco jamás se alejó del sur del mundo. Con palabras simples y gestos potentes, tendió puentes hacia los pobres, los olvidados y los perseguidos, incluso en medio de una Iglesia que a veces parece más cómoda con el poder que con la cruz. Para América Latina fue un pastor con acento y memoria; para México, fue un espejo.
En 2016, cuando pisó nuestro país, no vino a reunirse con los poderosos en salones dorados, sino a celebrar misa en Ecatepec, a abrazar a los pueblos indígenas en Chiapas, a consolar a madres dolidas en Ciudad Juárez y a pronunciar el nombre de los 43 de Ayotzinapa. No vino a aplaudir al gobierno ni a la jerarquía eclesiástica. Vino a sacudir conciencias.
Aquí, en Los Altos de Jalisco, donde la fe se respira en las calles, lo entendimos: Francisco era diferente. Su voz nos dolía, pero también nos despertaba. “El diablo le tiene bronca a México”, dijo alguna vez, con esa mezcla de ternura y severidad que solo tienen los abuelos sabios. Lo decía por nuestra profunda devoción guadalupana, sí, pero también por la violencia brutal que desangra al país y por los pactos de silencio que lo permiten.
Durante su pontificado, Francisco eligió obispos cercanos al pueblo, no príncipes de púlpito. Pidió pastores con olor a oveja, no burócratas del altar. En México, apoyó la creación de espacios dentro de la Iglesia para las madres buscadoras, esas mujeres que buscan a sus hijos desaparecidos y que a menudo enfrentan no solo la indiferencia del Estado, sino también la omisión de sus comunidades. Las recibió, las escuchó, las llamó por su nombre.

Nunca se calló. Nunca jugó a quedar bien con todos. Por eso incomodó a más de uno: presidentes, empresarios, jerarcas eclesiásticos. Su Evangelio no era de salón: era de calle, de hospital, de cárcel. Hablaba de migración, de los desplazados, de justicia, de medio ambiente, de pobreza estructural, de Palestina, de las comunidades LGBT, de los divorcios, tendió puentes con otras religiones.
Hablaba del Reino, pero con los pies en la tierra.
Hoy, mientras los titulares en el mundo resumen su legado con fórmulas de oficina, aquí en el campo alteño lo recordamos como el Papa que abrazó a nuestros muertos y lloró con nuestras madres. Como el que nos recordó que la fe sin justicia es puro ritual. Como el Papa que nos devolvió una Iglesia menos lejana, más humana.
Que descanse en paz, Papa Francisco. Y que tu voz siga retumbando en estos campos donde la verdad todavía se busca entre la tierra removida.