Ray Gómez* | 11 de marzo de 2025
Desde tiempos inmemoriales, la necesidad de identificarnos ha sido una constante en la historia de la humanidad. Mucho antes de que existieran las redes sociales y los perfiles en línea, nuestros ancestros ya buscaban la manera de distinguir a cada individuo dentro de su comunidad. Y así, mucho antes de que se redactara la carta de los derechos humanos, ya se le reconocía al hombre el derecho a la identidad.
En los albores de la civilización, un simple nombre bastaba para diferenciarnos. Pero a medida que las sociedades crecían, surgieron nuevas necesidades y, con ellas, nuevas formas de identificación. ¿Cómo distinguir a dos Josés en un mismo pueblo? La solución fue tan sencilla como ingeniosa: añadir un segundo nombre que indicara su origen o procedencia. Así nacieron los «de»: José de Arimatea, Jesús de Nazaret, Pablo de Tarso.
Pero la historia no se detuvo ahí. Tras la caída del Imperio Romano y la llegada de la Edad Media (un período que abarcó aproximadamente desde el siglo V hasta el siglo XV), la sociedad experimentó una profunda transformación. La vida se centraba en pequeñas comunidades rurales, donde el oficio del padre definía a toda la familia. En una época en la que la mayoría de la población era analfabeta, los apodos relacionados con el trabajo se convirtieron en la forma más práctica de identificación.
Imaginen por un momento la vida en un pueblo medieval. La mayoría de la población se dedicaba a la agricultura y la ganadería, pero también había artesanos que desempeñaban oficios esenciales. Un día cualquiera en la edad media, se dedicaba a trabajar la tierra, cuidar el ganado, o realizar labores artesanales. El día de un campesino comenzaba al amanecer y terminaba al anochecer. Los campesinos trabajaban la tierra, cultivando cereales, verduras y frutas. También criaban animales como vacas, ovejas y cerdos. Los artesanos, por su parte, trabajaban en sus talleres, produciendo herramientas, ropa, calzado y otros bienes necesarios para la vida cotidiana. La vida en la Edad Media era dura y exigente, pero también estaba llena de comunidad y solidaridad.
Más tarde, con la fragmentación del Imperio Romano y el ascenso del sistema feudal, los nombres empezaron a incorporar referencias al oficio del jefe de familia.
Y es que los señores feudales, que tenían que controlar extensos territorios, usaron los apellidos para agrupar a sus súbditos según su actividad económica. Si el pueblo tenía un sastre, su descendencia probablemente llevaría el apellido Sastre; si un hombre fabricaba botas, su familia se convertiría en los Botero.
Lo que comenzó como una forma de control y orden terminó convirtiéndose en una herencia identitaria que ha llegado hasta nuestros días, lo mismo si eran hijos de alguien. Así estaban los «Pérez» (hijos de Pedro), los «González» (hijos de Gonzalo) y los «Rodríguez» (hijos de Rodrigo) que se multiplicaron por toda la península ibérica.
Así nacieron los Herrero, Carpintero, Panadero, Molinero y Zapatero, Pintor, Pescador, Carretero, Campanero, Pastor, Calero, Cantor, Platero, Quintero, Cazador, Leñero, Librero, Cantero, Guerrero y otros que el lector recuerde.
Aunque hoy los apellidos han perdido su función original, aún nos cuentan una historia. En cada Pérez, García o López hay un linaje que se remonta a generaciones pasadas. Algunos reflejan el lugar de origen, otros el oficio de un ancestro y algunos hasta una característica física. ¿Quién diría que los antiguos apellidos como Delgado, Rubio o Moreno fueron la primera forma de ‘fotografía’ de nuestros antepasado
Y es que nuestros apellidos son mucho más que simples etiquetas. Son cápsulas del tiempo que nos conectan con nuestras raíces, con las historias de aquellos que nos precedieron. Cada apellido esconde un relato fascinante, una pista al pasado.
Así que la próxima vez que te preguntes por el origen de tu apellido, recuerda que estás indagando en un capítulo apasionante de la historia de la humanidad.