jueves , 21 noviembre 2024

El Chillón –Confesión–

Por: Luis Arturo Huerta Rodríguez

No sé cuántos miles de personas han pasado por mi vida. Han llegado, tenido algún trato conmigo, y se han ido; algunos para siempre, los más, para siempre. De hecho algunos han de haber provocado cambios en mi vida y ni siquiera los tengo en cuenta. Unos pocos de esos miles son un recuerdo, una serie de conexiones de mis neuronas que se pueden desconectar con un fuerte golpe en la cabeza o con una sobredosis de aspirinas con café. Quizás algunos de ellos se pierdan por falta de espacio o se revuelvan por necesidad de meterlos en el mismo sitio, una especie de tumba común de los recuerdos, de donde si me piden entregar algo: quizás salga incompleto o con huesos de otro cuerpo.

El Chillón es uno de esos recuerdos, él y su hermano. Ellos eran de los niños pobres del barrio. En mi niñez  a los niños pobres los catalogué como los que andaban sin zapatos, muchas veces sin camisa y con ropa rota cuando jugábamos en la calle, eran de los que su casa olía a orines cuando te acercabas a la puerta. Aunque los veía pobres, les envidiaba ciertas ventajas: a esos niños no los llamaban temprano para meterse a su casa, no tenían la obligación de ir todos los días a la escuela y decían majaderías sin el miedo de que le dijeras a su mamá. Además jugaban tierra, jugaban lodo, jugaban en charcos, con lagartijos o con tepocates mucho más seguido que yo. Yo estaba restringido a no traer ropa o zapatos de domingo o de la escuela y al estado de ánimo de mi mamá (a veces jugar en la corriente de la lluvia te enferma de las anginas y a veces [cuando mis primos eran los primeros en los charcos] no)

Su hermano se me hubiera olvidado de no ser porque un día alrededor del año 91′,  siendo ya adultos; yo venía en el camión de paso por Tepa con rumbo a Guadalajara cuando se subió a pedir ayuda. Quizás en los camiones de paso no debería haber gente de Tepa, o quizás no le importaba. Todos hemos fantaseado con la idea de lo que haríamos en caso de tener que pedir dinero a desconocidos, él no sólo fantaseó; lo llevó a cabo: Contó alguna historia triste de por qué necesitaba de nuestra ayuda y recuerdo que sí consiguió algunas monedas, no de mí porque aunque no conocía yo su exacta historia; sí entendí que lo que pretendía no era contar la verdad sino provocar emociones, igual que los anuncios de carros —Involucrar las emociones de sus prospectos es crítico para todo proceso de ventas— dicen los cánones. Esta fue la primera vez que en realidad entendí lo lejos que pueden separarse dos vidas al paso de los años cuando se apuntó desde el principio en direcciones diferentes. Yo de camino a la escuela de electrónica y él ya formando su fortuna.

El Chillón también logró filtrarse en mis recuerdos, aunque su memoria se quedó más bien sin consentimiento de mi voluntad.

El Chillón y su hermano eran niños larguiruchos y flacos. Su hermano era mayor que yo y el Chillón era menor. Al Chillón sólo lo recuerdo por su apodo, no se lo puse yo, pero se lo tenía bien ganado. El muchacho en realidad era de lágrima fácil o la condición de esos niños los hacía blanco del bullying del barrio que en aquél tiempo aún no tenía nombre, quizás le faltaba una familia cariñosa o quizás era una combinación de las tres pero era un niño del que todos conocíamos su llanto a causa de su recurrencia.

El día fatídico que se quedó en mi memoria sucedió a finales de los 70’s: Venía yo de la tienda «El Paguilleve» de rumbo del parque del beso, antes de que se instalara la tienda de Don Migue. Por esa zona vivía este niño. La Guadalupe Victoria entre el Parque del beso y el Padre Charlie era de muchos valdíos, de hecho no existía ningún Padre Charlie aún en el barrio. Entre tanto vacío de casas vi un poco a la distancia al Chillón sentado sobre el piso de tierra, con la cabeza agachada y dándome la espalda, no sé si lloraba o dibujaba con los dedos en la tierra, pero en esa posición su cuerpo era un pequeño bulto mal nutrido. No todas mis ideas se pueden calificar de brillantes, esta en especial no lo fue:

El salto se veía sencillo y no necesité pensarlo mucho. La distancia que nos separaba no hizo necesario que tomara vuelo. Mis pies se aceleraron mientras rápidamente la dicha distancia se hacía más corta. El viento debió rozarme el rostro ya que desarrollaba mi velocidad máxima (no lo recuerdo, pero trato de hacer mi historia emocionante igual que hacía el hermano del Chillón cuando pidió dinero en el camión). En el momento preciso empujé al planeta Tierra y todo su contenido con todas las fuerzas que un niño de 5 o 6 años pueda poseer para separarlo de mí y lograr suficiente altura para pasar de forma espectacular encima de la humanidad del niño más triste del barrio.

Lo que sentí al caer del otro lado no tenía ningún parecido con lo que había imaginado:

Susto. La inercia me llevó unos pasos más allá, luego pude girar la cabeza para ver el resultado, resultado que ya sabía, lo sentí en mi pié. Vergüenza. El niño miraba mis ojos con los suyos llorosos, la pregunta ¿por qué? retumbaba en mi consciencia aunque él no la mencionó, no dijo una palabra. Arrepentimiento. Durante mi temeraria hazaña, y un poco por la falta de tanteo, de forma imperdonablemente accidental; mi pié, a una buena velocidad: chocó con su cabeza. Miedo. Siempre he tratado de no arrepentirme de mis acciones, de todo lo que se hace se aprende, pero esto no debió haber pasado, varias fajizas nunca las merecí, esta vez, sin embargo; resulté impune. Alivio. Para El Chillón llorar era su estado natural, nadie nos vio y si por algo él hubiera sido violento, yo era mayor que él, simplemente ese día yo era el tonto en la posición de poder. Remordimiento. Un niño que no reacciona contra quien lo golpeó sin razón, sin una declaración formal previa, sin compasión. Un niño que ni siquiera reclamó, preguntó o lanzó algún merecido improperio: me cambió la forma de tratar al más débil pero comencé después de él, sólo algunos años después.

La compasión por ese niño habita en mí, he imaginado de mil formas diferentes lo difícil que ha de haber sido su vida para estar tan acostumbrado a un trato tan inhumano. En mi memoria El Chillón hubiera sido un niño débil y cobarde, pero ahora lo entiendo como una víctima de no sé qué revueltos planes del destino. Desde su visión el mundo debió ser un lugar horroroso, y yo ayudé a formar esa imagen. No me siento orgulloso de lo que hice ni de mi actitud. Él se quedó llorando mientras yo me daba a la fuga hacia mi casa: avergonzado, asustado, con dolor de consciencia y convencido de mi falta de conocimientos de la gravedad, la física y las matemáticas. Perseguí un sueño y literalmente me lo llevé a él entre las patas cuando era el único que corría algún riesgo y no había sido avisado.

Sus ojos llenos de llanto mientras me alejaba sin que mediáramos palabra y esa pregunta imaginaria que nunca le respondí son el recuerdo más dolorosamente ajeno de mi infancia. Ese cobarde abusador que un día se le acercó por la espalda sin avisar y sin razón le pateó la cabeza para continuar con su vida de fechorías es quizás el recuerdo que él tiene de mi y que jamás podré cambiar. Siento pánico de algún día tener que enfrentarlo, temo que esa es la principal idea para diseñar mi infierno. Nunca más he vuelto a saltar sobre ninguna persona sin pedirle permiso y estoy seguro que nunca más lo haré.

El viento del tiempo se llevó su rostro, su voz, y si existió; algún buen momento. Me queda esta triste experiencia de un niño que hoy quizás sea un buen vecino, un malviviente o un ejemplo de virtud.

Uno de los miles que circularon por mi vida para quedarse dolorosamente indeleble como muchos otros nunca lo harán. Y ahora, además de él y yo, ustedes conocen también el deleznable suceso.

Sobre Luis Arturo Huerta Rodríguez 
Soy técnico en electrónica. Un ciudadano de Los Altos de Jalisco. Viajando gracias al trabajo por ésta mi tierra. Con una familia que me espera en casa, y unos pocos amigos que lidian conmigo y mis manías. Encontrándome día con día nuevos cristales para seguir observando la vida.

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