jueves , 21 noviembre 2024

BARRIENDO HISTORIAS | PERFIL

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Por: Esmeralda López

¡A mí me gustan las campanadas del templo de San Francisco! Siento, así como bien bonito, como si nada más tocaran para mí, ¡como si nada más yo estuviera! Es la primera impresión de María Carolina Gómez Gómez o “Caro”, cuando llega a trabajar el domingo muy temprano, a las cinco de la mañana, en el aseo público municipal de la zona centro de Tepatitlán de Morelos. Lugar donde además de barrer basura, barre historias, y ella, junto a sus compañeras, son las manos invisibles que mantienen limpio nuestro terruño y pasan desapercibidas para el resto de la población, pero no así, para los primeros rayos del sol.

Lleva nueve años laborando en el Ayuntamiento de la ciudad, en el área de aseo público o servicios municipales tiene tres años, puesto que anteriormente estaba en el área de intendencia de oficinas administrativas.

A sus más de cuatro décadas de edad y unas cuantas canas que se asoman en su muy relamido peinado, debe tener perfectamente armada sus dos rutinas de trabajo: la primera de lunes a sábado de una de la tarde a siete de la noche, con un día de descanso que va cambiando cada semana, por lo que se levanta desde las seis treinta a cocinar el desayuno, mandar al marido e hijos a trabajar y limpiar la casa, para dejar la comida lista e irse a trabajar.

La segunda rutina es de los domingos, ya que cada dos semanas su jornada es matutina de cinco de la mañana a las once del día, y el siguiente domingo de doce treinta del medio día a seis treinta de la tarde. Cuando le toca madrugar, desde una noche antes prepara la comida, para poner un pie fuera de la cama a las cuatro treinta, arreglarse y estar puntual a las cinco.

De momento, Caro está asignada a la zona del Mercado Centenario y un callejón aledaño, donde se pueden adquirir todo tipo de productos de mercería. Sin embargo, entre las veinte mujeres que conforman el cuerpo de aseo, armadas con escoba y recogedor, cubren las áreas exteriores de la central camionera, parque de los maestros o del beso como se le conoce y parque del agua, Avenida González Gallo, calle Matamoros, Avenida de la Comisión Federal de Electricidad y naturalmente zona centro.

Para las trabajadoras de los servicios públicos municipales no hay días festivos, ni de asueto. Incluso no descansan ni en las más desgarradoras catástrofes de la ciudad, como en la explosión del quince de junio del dos mil diecinueve, en la construcción de la antigua Terminal de Camiones “Rojo de los Altos”, que usaban como edificio departamental. Caro recuerda con tristeza y desencanto ese episodio.

“A todas nos tocó y tuvimos que barrer los vidrios. Nos citaron a las once de la mañana, pero no nos dejaron arrimar hasta que hicieron el peritaje. Acabamos de barrer ¡por ahí de las dos de la madrugada o tres! hasta que dejamos lo más limpio que se pudo, porque fue pesadísimo pues era puro vidrio de esa placita y a la vuelta”.

En esa ocasión, las mujeres mayores de edad no fueron requeridas con la intención de salvaguardar su integridad y por lo arduo, que la encomienda implicaba. Incluso, con el fin de apoyarse unas a otras, se valora el estado de salud de cada una y se les asigna áreas, turnos y horarios acordes a su capacidad y necesidades físicas. Profiere Caro, que por increíble que parezca, jefes y coordinadores les ayudan a barrer cuando el tiempo y la cantidad de basura es imparable.

Para Caro, lo más pesado no es madrugar, ni barrer “pilas y pilas de basura” como ella dice, tampoco perderse momentos familiares o fechas importantes, sino su seguridad…

“Yo no puedo estar tres, cuatro o cinco de la mañana sola, porque a mí sí me da miedo. Tiene que estar el jefe, que nos esté cuidando, echando el ojo por algo que pase, porque pues es en la madrugada”.

Cabe destacar que, en las fiestas de abril dedicadas al Señor de la Misericordia, ella cubre su horario de una del día a las siete de la tarde, pero regresa a trabajar a la media noche y sale a las cuatro de la mañana. De ahí su temor a la soledad y, por ende, a la inseguridad cuando se dispersan por las diferentes calles del centro.

Mientras entrelaza sus manos de manera nerviosa y frota sus uñas perfectamente pintadas con barniz en color rojo, hace una remembranza de la vez que una persona indigente, al parecer con problemas de salud mental, se escondió en un recoveco a lado del kínder que se ubica por la calle Tepeyac, (cerca del templo de la Virgen de Guadalupe) sosteniendo un ladrillo con la intención de lanzárselo a Caro, pero afortunadamente, aunque iba concentrada barriendo, el vecino frente al Jardín de Niños, le hacía señas desde la ventana de su casa para ponerla en alerta y ella al percatarse alcanzó a retirarse del lugar:

“¡Yo me asusté mucho, porque me pudo haber matado! A esa hora las calles están solas, gritas y nadie te escucha. Te puede pasar cualquier cosa y nadie se da cuenta. ¡Me siento desprotegida! Casi no pasan las patrullas. Bueno, yo de chiquilla vivía por ese barrio y pasaban más, pero ahora ya no”.

Aún con todos los peligros que conlleva trabajar en la vía pública, la señora María Carolina habla con ferviente ímpetu de los dulces y gratificantes momentos que ha vivido y le hacen más a amenas las jornadas, pues hay personas que le dan las gracias y bendiciones por barrer el lugar donde están o por tomar su basura y evitarse caminar hasta el bote. A ella le causa un sentimiento de alegría, emoción y dice sentir “bien bonito”, y más porque la gran mayoría de veces es gente que nunca la había visto, y es ahí cuando se da cuenta de que sí notan su trabajo y la notan a ella. A veces, en símbolo de agradecimiento le llegan a ofrecer algún refresco, pero en todas las ocasiones Caro se niega a aceptarlo por su marcado sentido de profesionalismo y honradez, que hoy en día, en difícil de encontrarlo.

“Yo no puedo recibir nada porque soy servidora pública”, ¡trabajo! -acentúa-. “Yo no barro para que me pagues, yo barro tu banqueta, porque me pagan”.  Caro no toma nada de lo que le ofrecen, ni siquiera una botella de agua y prefiere que se las den a personas en situación de calle y les indica“mire, désela a él, porque yo he visto que hay quien ocupa más agua, porque a lo mejor no tiene, y nada más me dicen ¡ay mija!, ¡cómo eres! Dios te bendiga. Y yo soy feliz con sus bendiciones”.

Seguido de ello, con un dejo de nostalgia, hace hincapié en personas que acostumbraba a ver y saludar en sus rutas de trabajo, pero que, debido a que han tumbado o vendido fincas sobre todo en el centro histórico, los nuevos dueños de edificios o empleados son otros y ya no percibe la misma cordialidad y camaradería con la que la recibían.

“Buenos días mija, desde allá te oyes y con la escoba y el recogedor”.

No obstante, también se ha llevado sin sabores de malos tratos verbales, por parte de transeúntes y conductores de vehículos, que, en su ignorancia, falta de respeto, educación y empatía, intentan insultarla desde aventándole basura al piso desde dentro del automóvil, al tiempo que le gritan ¡para eso te pagan!, hasta injuriándola con aseveraciones como ¡ay, es una barrendera, es una cualquiera!, y es ahí, cuando Caro con su porte de dama digna se defiende con puntuales argumentos “¡A ver, espérate! ¡Yo no soy una cualquiera, soy una mujer decente y mi trabajo es decente! No porque esté barriendo en la calle, es algo malo”.

Por otro lado, ha tenido incidentes que la han avergonzado tremendamente, y lo relata entre risas y agradecimiento, puesto que alguna vez al querer colocarse la escoba en el hombro, le dio un golpe en la espalda a un hombre que afortunadamente lo tomó de la mejor manera, evitando así un escándalo mayor con sus superiores.

María Carolina es una mujer vivaz, alegre, atenta, observadora, amante de las canciones de Leo Dan y Pimpinela que “ponen en las plazas por la tarde” y con un exquisito sentido del humor que, acompañada de su escoba, encuentra sarcasmo e ironía en la vida cotidiana de los tepatitlénses. Menciona que los días que hay más basura son los viernes, sábados y domingos, o los días de quincena.

“Se ve que ¡ay, Dios!, ¡ya les pagaron! -lo dice entre carcajadas- “¡vamos a comprar, aunque sea un platito de comida! Lunes, martes o miércoles, todo está normal, pero si la quincena cae en uno de esos días, ¡hay gente! Tú lo ves en las colas en el banco, los portales”.

En esos días en que la basura pareciera no tener fin y los ciudadanos inconscientes la hicieran crecer desmesuradamente, llegan a salvarla su esposo e hijos, y la ayudan a barrer el área a la que esté asignada, sobre todo cuando hay fiestas. En temporadas regulares, solo la acompañan cuando es muy de madrugada hasta que amanece o cuando es muy noche, pero nunca quitándole el tiempo a Caro, pues andan con ella “pa’ allá, pa´ acá”, como Caro dice.

Entre las peculiaridades que ha encontrado entre la basura o barriendo, son bolsas con huesos de animales, carteras y credenciales. Estas dos últimas, las toma tal cual las levanta y las lleva a presidencia municipal, para que el personal correspondiente se encargue de localizar a sus legítimos dueños y les sean devueltas.

Durante la pandemia de Covid-19, la basura ha sido un poco diferente y su recolección también, puesto que algunos ciudadanos no toman las medidas sanitarias, poniendo en peligro la salud de las trabajadoras del aseo público. De hecho, han encontrado en las esquinas ropa de hospital de cama y de enfermería

“yo le hablo a mi compañera del diablito y le digo que amarre la bolsa y se lave sus manos, y se ponga su gel; y es que no nos tienen consideración, se quitan el cubrebocas y nos lo avientan ahí donde andamos barriendo. Que le piensen poquito que también somos seres humanos, que somos trabajadoras como él, como ella”. Sí lo junto y lo recojo porque es mi trabajo, pero no me quiero enfermar, aún si no estuviera la pandemia, porque te puedes enfermar de otra cosa»,  recalca Caro con indignación.

Las personas de aseo público municipal son esas manos que se deslizan entre el frío, el calor, la lluvia, los rayos del sol y la luna, dejando en casa familias que las esperan y festejos que no vivirán, para purificar el diario caminar de una población activa sin restricción de edad, ni género. Pero también son los ojos de la ciudad real, las primeras en percibir esos aromas de las historias que transitan y desconocemos, escuchan los sonidos de un pueblo callado que grita sus pesares e hipnotiza con sus encantos.

Caro les dice a sus compañeras del turno de la mañana “que están en la gloria”. Cuando a ella le toca los domingos en ese horario, atestigua los más grandes secretos de un Tepatitlán bello, que va amaneciendo; gente que va llegando a misa, otras que se sientan en la misma banca de diario con un café, y por lo regular personas de la tercera edad. Aunque a veces la sorprende ver familias muy temprano con sus hijos sentados tomando “chocomilk del mercado” esperando entrar a misa – ¡ay, Dios!, ¡madrugó a sus niños! – Dice algo exaltada Caro llevándose las manos a las mejillas y con expresión de asombro.

Pero lo que más fascina y adora María Carolina, son las campanadas del templo de San Francisco y el recibimiento que le dan para comenzar los domingos su jornada laboral:

“El templo lo veo y digo ¡qué bonito!¡se ve bien bonito y no nos damos cuenta! ¡A mí me gustan las campanadas del templo de San Francisco! Siento, así como bien bonito, como si nada más tocaran para mí, ¡como si nada más yo estuviera! Las tocan los domingos a las cinco de la mañana, a las seis y siete. A veces tocan con música y ¡vieras qué bonito se oye! Porque a veces o nunca ponemos atención, y veo la plaza y la quiero ¡solo para mí!”

La basura no para y la escoba tampoco, pero le han enseñado a ser más fuerte para enfrentarse a la vida, ser sociable y tener más seguridad, dejando atrás a la mujer nerviosa.

Este texto formó parte de la Quinta Edición del concurso de Crónica y Perfil Tepatitlán y sus habitantes. 

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