sábado , 23 noviembre 2024
Foto: Campo en los Altos | Eduardo Castellanos

Pizca de olvido | RELATO

Ramón Casillas Casillas

 

(Exigencia del periodismo es decir siempre la verdad. Vayan esto remiendos de relatos verdaderos hechos de parches ficticios. Dedicados a todos los que con su trato cotidiano moldearon al que soy)

 

*   *    *

 

Encuerado y arrinconado entre las macetas del corredor lloraba en silencio, con pujiditos quedos y sorbiendo mis lágrimas. Tiritaba de frío y la manta de costal de azúcar no me calentaba ni escondía mi vergüenza; vergüenza por haberme caído tres veces en el charcote de lodo, no tener ya ropa qué ponerme y fracasar en el intento de ser misionero.

 

Todo comenzó aquella mañana cuando le pregunté a mi tío el padre Roberto que qué era eso de la evangelización. Había visto y leído en la revista Esquila Misional, esa que tenía en una esquinita una fecha, Junio de 1956 y que él traía del seminario de San Juan de los Lagos, allí decía que más allá del mar existía una región en la que habitaban niños negritos sonrientes acompañados de señores blancos vestidos de negro.

 

—Es salvar sus almas y llevarlas a Dios — me contestó — me pareció bueno eso de estar cerquita de Diosito. Luego él empuñó su mano y extendió sus largos brazos — se necesita ser muy osado y valiente para ser misionero — enfatizó al tiempo que dirigía la vista al techo, como queriendo mirar el cielo.

 

Así que hoy por la mañana, mientras llevaba las vacas al potrero de atrás de la casa, vi la milpa más verde que nunca, chiquita, jugosa, pero no había que dejar que “la Leontina”, “la Coca Cola” ni “la Pachuca” se la comieran.

 

La más rejaltuda era “la Leontina”, cuando la ordeñaban empezaba a jalonearse, y con todo y que la tenían bien empialada trataba de sacar las patas del amarre, hasta que lo lograba, entonces tío Daniel le arrimaba unos leñazos con el banco en que sentaba para la ordeña; y al grito de ¡cabrota! entonces a carambazos se calmaba y se dejaba jalar las tetas de la ubrota que se cargaba. Pero la que daba más leche era “la Coca Cola”, cuando le preparaba su harinolina en la pila, recargaba su cabeza sobre mí, rascándose, parecía un gatito grandotote. De buena gana la dejaría que probara la milpa; pero no, luego ya no tendríamos elotes, así que a pedradas y gritos las encarrilé al zacatal.

 

Mientras caminaba también pensaba en lo feliz que se veía don Soria — ayer estaba muy contento con su coa, asegundando su cuamil.

 

—De seguro — me decía a mí mismo— nos convidará de sus elotes y sus tamales de elote cuando sea la temporada.

 

Comentaban que había sido cristero, pero yo no le veía cuerpo ni alma de guerrero ni de matón, vivía solo y era de pocas palabras. Me imaginaba que sus labios gruesos le pesaban para hablar, pero cuando decía algo mostraba bondad y quietud. La gente le ayudaba con un poco de dinero, aunque no aceptaba invitaciones ni visitaba casas; era como un monje que compartía de sus elotitos y tamales a la chamacada, por ahí a partir de la primera o segunda semana de septiembre. Él se conformaba con su almud de maíz y su litro de leche que le entregaban a diario por su trabajo, no sé si algún dinero.

 

—¡Qué bueno es Diosito! —seguía pensando–, no hace mucho fuimos en peregrinación hasta la iglesia del Valle pidiéndole mandara muchas lluvias porque la gente ya estaba espantada por la sequía; y a ver, poco a poquito empezó a llover, y anoche Nuestro Señor dejó caer el mar sobre las siembras y sobre los potreros de mi abuelo papá Rafail y de su hermano, el tío Jesús. Esa peregrinación desde La Joya hasta el Valle era prueba de que ya estaba macizo para caminar largas distancias e irme de misionero, no tenía duda, estaba seguro, me decía una y otra vez con tal convicción que decidí que éste era el momento.

 

Así, después de dejar las vacas a que pastaran, muy valedor  apuré el paso para cruzar esa cerca, seguir por el potrero del pozo del tío Jesús, luego, el potrero de las amapolas, esas matas de flores muy bonitas por donde tenían vedado caminar —causan dolor de cabeza — nos había advertido mi abuela, mamá Chuy.

 

Aún no era mediodía y ya calaba el sol; con el lodo casi hasta las rodillas, por el charcote que se había formado a los lados de la puerta, procuraba no embarrar el pantalón que previamente me había arriscado. Con pasitos cortos, como tentaleando para no resbalarme, tenía que pasar el charco porque tenía miedo a cruzar por la cerca pues por ella andan las víboras chirrioneras, los alicantes y las de cascabel. El piso estaba muy resbaloso y suavecito como el pollito que destripé aquella tarde en el corredor de la casa de mamá Chuy. ¡Condenada gallina!, andaba muy contenta cloc, cloc, cloc con su hilera de pollitos pío, pío, pío. Se quedaba quieta y luego pegaba la carrera, y lo mismo hacían los pollitos, en una de esas me destanteé, pegué el brinco para no aplastar algún animalito y ¡zas!, que le caigo encima y lo aplasto. Mamá Chuy estaba sentada detrás de su máquina manual de coser pero su mirada traspasó sus redondos lentes y su enojo me golpeó el cerebro. No necesité regaño ni golpes; todo estaba dicho y hecho, y yo más pálido que una vela de parafina sin dónde esconder el susto y el miedo.

 

Pero ahora, a eso de las once de la mañana aquí estaba, moviendo lentamente los pies, sujetándome al piso con las uñas y las llantas de los huaraches, que no me quité para no espinarme, porque ah cómo son bravas esas espinas grandotas de los huizaches, cómo duelen y luego se hacen bolas llenas de pus y le pega a uno erisipela. También me agarraba del aire. No había dado ni diez pasitos cuando ni mi fuerza, ni mi voluntad ni mi Ángel de la Guarda me ayudaron y, ¡pácatelas!, caí. Escupía ese lodo apestoso, mezcla de tierra y estiércol que había arrastrado la tormenta de anoche, ni mi sombrero se escapó, el lodo me cubría hasta las orejas. A gatas y como pude salí del charco. De regreso a casa el sol secaba el barro y la pestilencia era más hedionda. Sentía plegostioso todo el cuerpo.

—¿Qué les voy a decir? — me repetía a manera de reproche. Tieso, como muñeco de sololoy, entré en la casa.

 

—¿Qué te pasó? — gritaron a coro las muchachas, mis tías, que corrieron a agarrarme y a verme de cerquitas. En eso salió de la cocina mamá Chuy, sorprendida, asustada y quién sabe si enojada, me espetó a bocajarro — ¿Qué te pasó muchacho caramba?

 

No sé cómo ni qué les respondí, desde luego sin mencionar nada de la misión que sentía que debía cumplir. En un santiamén me encueraron, lo más trabajoso de quitarme fueron los calzones, esos  calzones de manta de costal de azúcar que me cosía mamá Chuy y a los que les ponía unos tirantes con los que los amarraban y les hacía un  nudo que no se podía desbaratar. No comprendían que por eso me orinaba en ellos: nunca pude desenredar el nudo. Rapidito agarraron baldes de agua de la pila y me tallaron con lejía y un estropajo rasposo, me ardían los ojos, los brazos, el pecho, la espalda y todo el cuerpo. Ya sequecito me puse ropa limpia, quieto y en silencio aguardé la hora de comer.

 

El eco de las campanadas de la iglesia anunciando las bendiciones de mediodía me acompañaron — en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo — dije en voz baja al tiempo que me persignaba, mientras mi panza se llenaba de sopa aguada de fideo, frijoles fritos con salsa de chile de árbol y tortilla recién hechas. Les asombraba que a mi edad comiera alimentos tan picantes y mientras engullía los alimentos mi cabeza era un revoltijo de ideas sobre cómo hacerle para no fallar en el próximo intento de cruzar el mar.  Para ello me repetía que había que atravesar los potreros del pozo del tío Jesús, luego el de las amapolas, el del Salto del Agua hasta llegar al “charco del mar”, y esos quedaban lejos. Tío Daniel dijo, — ¡uy, está muy retirado!, al tiempo que alargaba su brazo derecho y haciendo como olas con las manos indicando que mucho, muy allá, eso dijo el día que le pregunté, luego ya no quiso darme más explicaciones.

 

En la mesa nadie comentó nada sobre el incidente, aunque en el corredor se oían risitas maliciosas. Aún faltaba buen rato para la ordeña, momentos que aprovechaban para la siesta. Yo no me estaba sosiego, así que agazapado salí de casa sin hacer ruido y despacito para que creyeran que también dormía, lentamente y volteando para cuidarme de que nadie me viera o me vigilara.

 

La tierra a esa hora ya se había endurecido y no resultaba tan resbalosa, se sentía dura como el patio de la casa de tío Jesús, donde su hijo, tío Gilberto, me subía a una carretilla desvencijada con rueda de fierro que hacía un rechinido infernal, muy fuerte. Así, sentado al frente hacia giros con las manos como si fuera al volante de un coche de carreras, en tanto que él me paseaba por todo el patio, aceleraba y luego frenaba bruscamente para después inclinar la carretilla como si diera una curva muy cerrada y peligrosa. A cada carrera aceleraba con la boca “rrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, rrrrrrrrrrrrrrrrrrr”, imitando el sonido del motor. Me sentía todo un Taruffi, según escuché un día en la radio del Valle, se decía que era un campeón panamericano.

 

Llegué al charco, allí estaba, igual de grandote que hacía rato y de seguro igual de hondo —hora no fallaré, no puedo resbalarme — me repetía una y otra vez y cavilaba sobre cómo hacerle para cruzar con éxito el charco — doblaré mis piernas como le hacen los gatos antes de pegar el brinco — imaginaba — estiraré los brazos para equilibrarme, daré pasos más cortos y ya frente a la puerta saltaré hasta agarrarme de ella.

 

Así le hice, o creí que le hice. Lo cierto es que a medio charco ocurrió lo mismo que en el intento de en la mañana; me caí pese a casi ir sentado en cuclillas, como si alguien me hubiera jalado de un pie. De nada valieron ni el plan, ni mis pasos cortos ni mi equilibrio con los brazos. Comencé a llorar, no sé si de impotencia, de coraje, de miedo… el sombrero jarocho de cuatro pedradas, que me prestaron quedó todo lleno de lodo, el mío estaba mojado luego de que lo lavaron. No supe si pensé algo en esos momentos, ni sentí el correr del tiempo, cuando menos acordé ya estaba en la casa chille y chille.

 

Mis tías y mamá Chuy nomás dijeron, — ¡ah, muchacho caramba, conque volviste a las andadas! — sepa de dónde sacaron el cinto de cuero conque me arriaron buena monda para luego aplicarme la misma forma de limpieza con el mismo zacate rasposo y con agua fría de la pila. La sábana de manta de costal de azúcar parecía que tenía hielo, fría, fría. Sentía que no me secaba.

 

—¡Caramba muchacho, pónganle la camisa de manga corta! — dijo mamá Chuy a mis tías, con esa voz tan de mando y muy propio de ella. Poco faltaba para las cuatro de la tarde, hora de ordeñar pero donde entra papá Rafail y me ve puesta la camisa de manga corta, y eso le molestaba porque afirmaba que esa ropa no era para hombres de campo — pareces pachuco — arremetió enojado — así no vas a ayudar en la ordeña, sentenció.

 

Y yo me decía — ¿acaso “la Pachuca” usa camisas de manga corta, a poco hay camisas para vacas?. Ante la prohibición para ayudar en la ordeña sentí más ganas de ir, y es que al revolver la harinolina en las pilas para que comieran las vacas sacaba pedacitos de coco, tan dulces y sabrosos como los piloncillos que nos daba papá Rafail los domingos en recompensa por habernos portado bien, a veces nos daba dulces con forma de cacahuates o de peritas, los llamábamos cacahuates. Pero los deliciosos eran los piloncillos chiquitos y de color más claro que los piloncillos grandes que se partían con un hacha que tenía mamá Chuy en la cómoda del comedor, con la que también quebraban el azúcar que compraban en pedazos grandes de a kilos.

 

Enredado en mis pensamientos y recuerdos ayudé a revolver el alimento de las vacas, del cual  me comía pedacitos de coco, ese gusto que no se me quitaba aunque estuviera avergonzado o enojado, alegre o triste — el coco es coco — me decía, hasta que ya no aguantaba el dolor de la quijada de tanto morder. Luego me daba risa porque se me figuraba que hacía lo mismo que “la Leontina”, “la Coca Cola” y “la Pachuca”, nomás que ellas parecía que traían chicle en el hocico, porque no comían, nomás masticaban.

 

Mis huaraches se habían engarruñado y me lastimaban, pero aun así seguí con ellos — luego esperaré a que me lleven con Protasio — me decía en silencio para darme ánimo —él tiene de todo para arreglar huaraches y hasta para hacerlos y hacer puertas, arados, y lo que sea; coyundas, chiquigüites, quiliguas, timones, manceras, carretas…

Tras encerrar a las vacas me puse dizque a ayudar a  mis tías a desgranar algunas mazorcas, pero a la primera oportunidad me salí, tenía pendiente mi obra del día que había empezado esa  mañana. El  misterio me atraía. Eran como las seis de la tarde, y mientras me encaminaba rumbo al charco que rodeaba la puerta empecé a recordar la temporada de cosecha del año pasado, cuando tío Daniel me cargaba en la quiligua en tanto que él iba cante y cante “qué milagro chaparrita y hace días que no nos vemos, dentro de poquito tiempo por aquí nos miraremos, y si no, nos escribemos…” luego la tarareaba o la chiflaba. Después, cuando pizcaba aventaba las mazorcas hacia atrás, a su espalda, donde le colgaba la canasta pizcadora sujetada de la frente como una coyunda. Yo ponía unas en el morral que traía terciado.

 

Sin embargo, aunque decidido y voluntarioso, sentía un no sé qué de tristeza y abatimiento, acá, muy adentro, y es que más tempranito, como a eso de las siete de la mañana, mientras esperaba a un lado de la carretera, montado en  mi burro pardo a que pasara la troca de la Nestlé para entregarle la leche, unas nubes negras, grandototas, oscurecían el día, pero luego, poco a poco se fue haciendo un boquetote por donde empezaron a pasar unos rayos de sol muy intensos creando un esplendor que nunca antes había visto. Se me afiguró que era la señal luminosa de la venida de Nuestro Señor Jesucristo, el Día del Juicio Final. Así había observado una imagen en un dibujo en un libro de Historia Sagrada.

 

En ese momento, atemorizado nomás pensé en que ya no tendría tiempo de confesarme ni de cumplir la misión y  no tendría algo bueno que presentarle a Dios cuando me juzgara. La angustia se disipó conforme se dispersaron las nubesotas. Pero para acabarla de amolar, de regreso de entregar la leche, en el callejón venía tío Jesús montado en una burra y el burro en el que yo iba empezó a rebuznar y se dejó ir sobre la burra que de inmediato se agarró a tire y tire patadas y ¡paz!, al suelo con todo y ollas de la leche. Lo bueno es que estaban vacías. Tío Jesús y tío Daniel separaron a los burros a punta de reatazos y jalones.

 

En todo eso pensaba a medida que me acercaba al charco. Dejé de agüitarme, me arrisqué el  pantalón y le entré más fascinado y con más precaución. El cuento fue el mismo: unos pasos en el charco y de vuelta al lodo. Ora sí parecía marrano revolcándome y revolcado. Salí desorientado sin saber para dónde ir. Como relámpago pasó por mi mente el ir a casa de Loreto, que estaba rumbo opuesto al de la de papá Rafail, pero luego pensé en sus hijas, eran un montonal, y no, cómo iría a parame así delante de ellas, me moriría de vergüenza, con ellas jugaba normalmente eran muy alegres, pero nomás de imaginar que me vieran así se me ponía la cara caliente y colorada. No, no podía ir allá.

Llorando a moco tendido me dirigí a casa, pero apenas llegué al empedrado que  está enfrente, el perro comenzó a ladrarme y a no dejarme mover, en eso me acordé del padre Lucito, de Pegueros, el que me había curado de las calenturas que me dieron por comer tantos capulines y luego tomar agua del río, nos platicaba de un señor que se había ido a la guerra y después de muchos años regresó a casa y nadie lo reconoció, excepto su perro. Y yo, ahora sin poderme mover por culpa del Nerón que me ladraba y me tiraba tarascadas, a pesar de que a diario andaba con él.

 

Finalmente salieron las tías, vaya cueriza que me metieron, hasta el tío Daniel participó. Siguieron el mismo procedimiento, sólo que ahora me tallaban más fuerte con el estropajo y el agua más fría. Y ahora ahí estaba; encuerado y arrinconado entre las macetas del corredor, con pujiditos quedos y sorbiendo mis lágrimas, temblaba de frío y la manta del costal de azúcar no me calentaba ni escondía mi vergüenza. Vergüenza por haberme caído tres veces en el charco de lodo, no tener ya ropa que ponerme y fracasar en el intento de ser misionero.

 

Mucho me entristecía que “el viejo Chimbarro”, así le decía a papá Rafail, sin que yo supiera el origen de tal palabra ni lo que significara, pero así le decía cuando restregaba su barba sobre mis cachetes y me raspaba. Me dolía pensar en que ya no me acurrucaría por las noches mientras rezaban el rosario, para luego contarme los cuentos de “Juan de la vaca” ni el de “Alonso, sonso, sonso”, que a su vez, su abuelita le había narrado. Tenía el sentimiento de abandono al suponer que mis tías ya no me harían cosquillitas en los pies mientras rezaban las letanías y por las ánimas benditas del Purgatorio.

 

A lo lejos escuché los cu, cu nostálgicos de las güilotas torcazas. Finalmente llegué a pensar que lo mío no era ser misionero, sino mártir.

 

 

Glosario

 

 

 

 

 

 

Aguardé                                       Esperé

Agüitarme                                    Entristecerme

Almud                                            Medida antigua equivalente a cuatro litros y medio

Arriaron                                        Dieron

Arriscado                                      Doblado

Asegundando                              Etapa de remover la tierra para tapar la semilla

Canasta pizcadora                      Canasta grande con la boca más ancha

Chiquigüites                                 Chiquihuites, canasta pequeña con asa

Coa                                              Instrumento de labranza

Coyunda                                      Correa ancha para uncir la yunta

Cuamil                                         Terreno sembrado con coa o azadón

Empialada                                    Amarrada de las patas traseras con un pial

Erisipela                                       Inflamación de la piel, con fiebre y enrojecimiento

Güilotas torcazas                         Ave menor, especie de paloma

Harinolina                                     Fórmula alimenticia para ganado

Lejía                                             Jabón a base de solución salina

Mancera                                       Pieza curva que forma parte del arado y lo dirige

Piloncillos                                     Dulce de azúcar, panela

Plegostioso                                  Pegajoso

Quiligua                                       Canasta de forma cilíndrica

Rejaltuda                                      Rebelde

Sololoy                                         Celuloide, material plástico

Tarascadas                                  Mordidas

Este texto pertenece al libro «El habla de los Altos de Jalisco» del Colectivo El Tintero
Kiosco Informativo pertenece a la Alianza de medios Regionales de Perimetral.Press

 

 

 

 

 

 

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