Por: MAría Dolores Julia Pérez Ledesma
Todo era humedad y calidez; despertó de su apesadumbrado sueño, perforó la corteza de la semilla en la que se encontraba protegida, cavó el suelo fértil sin demora, no había tiempo qué perder, no sintió cansancio, sólo un ávido deseo de saber qué había más allá del lugar de su reposo. ¡Qué sensación! La luz de la vida al igual que una electrificadora caricia tocó sus hojas, viajó a través de su tallo y raíces. Se dio cuenta de que existía solo por ese momento, por aquella sensación, por esa perfecta comunión entre un diminuto ser y la inmensa creación.
Éste era un brote, florecilla, le habían llamado; sentía el sol sobre sus tres pequeñas hojas, se sabía majestuosa con la dicha de recibir aquel don, soñaba con el mañana, con lo que le traería el nuevo día. Miró alrededor; los cientos de árboles que le rodeaban, parecía que cada minuto que pasaba espesaban más sus copas, temió que de pronto su frondosidad le cubrieran la luz y así fue. A pesar de todo no perdió la esperanza de volver a ver la claridad pues había oído susurrar a los helechos que pronto llegaría la dulce y fresca lluvia, la que alimenta, la que hace crecer.
Así transcurrió lenta, oscura y húmeda la primavera, día y noche el pequeño brote sintió frío, no había vuelto a ver la luz del sol y en sus escasos días de vida no había vuelto a sentir aquella exquisita sensación recorrer su pequeño ser. De pronto sintió desfallecer, se agazapó y se tendió en el suelo para recobrar la fuerza que el cansancio había menguado.
De nuevo llegó la noche, era tan fría y llena de sonidos extraños. Sintió una aguda sensación de dolor casi inexplicable hasta que se percató de que una de sus pequeñas hojas había sido arrancada de tajo por una hormiga podadora. En ese momento deseó nunca haber brotado ni haber sentido aquella arrebatadora felicidad; aún más lamentaba haberla tenido y perdido, de pronto un corte fatal en el tallo le arrebató la esperanza de un nuevo día. Sintió frío, mucho frío; y después… nada.