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Afición mexicana en un partido de Fútbol Crédito: Gregorio Martínez

El jugador que nunca pudo ser futbolista | Remiendos

Víctor Rivera| @Victor_Rivera_S | 08 de mayo de 2017

Los mismos jugadores lo saben. Aquella mancha amorfa que se mueve de un lado a otro, que emite cantos, silbidos, aplausos, lágrimas, risas, es la única que estará allí siempre, defendiendo los colores del club. Las piernas cotizadas en miles de millones de monedas son efímeras. La garganta de quien en la grada observa, es eterna; dura la vida entera.

Para Ryszard Kapušciński el aficionado no hace más que esperar. Esperar el suceso cada semana. Ese sujeto es una máscara, de las muchas que puede tener el mexicano, según Octavio Paz, la cual, podría ser – también— la de desahogar las penas con gritos en el estadio de futbol, cada semana. Pero el aficionado es quien aprueba y reprueba. Es una ley, sin jurisdicción, que se dicta desde la tribuna. Es el único que puede gritarle al árbitro en su cara e influir en una decisión. Es una dualidad, uno de sus perfiles es la anarquía, el otro la disidencia. Pero también es un futbolista que no está valuado en miles de millones de monedas. A pesar de no pisar el césped, hay tribunas que marcan penales y cantos de barras que atajan tiros.

Cuando el aficionado se retira del estadio, el inmueble queda solo, afirma Eduardo Galeano, quien agrega, “también el hincha regresa a su soledad… el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval”.

Es allí donde sucede el juego, que, según Juan Villoro, se da de dos formas, una en la realidad que se vive “en la cancha” y otra que vive en la mente del público. Cada quien ve un cada cual. De un partido entre dos equipos, la gente sueña y ve muchos partidos. El suceso que acontece en la cancha, es como un texto de Julio Cortázar: es un libro y muchos libros.

Un partido es como un sueño. Una manifestación divina. Un mensaje de las deidades del balón, reflejadas en los mundos oníricos del futbolista o del aficionado.

Una vez conocí a un tipo, que sentía qué jersey debía usar en qué partido. Si seguía esa normativa, la consagración y la comunión en el campo, el fin de semana, serían plenas. Si el jersey no lo llamaba, su club perdería el fin de semana y a partir de allí, la marcha del silencio debía comenzar.

En el 2004 algo parecido le ocurrió a un joven Carlos Tévez. Un amigo suyo lo contactó previo al partido de semifinal de la Copa Libertadores para platicarle que lo soñó anotándole el gol del gane al River Plate en el Monumental. Sin embargo, el mensaje onírico no terminaba allí, los tacos que Tévez usaba en el sueño, eran blancos. Cuando sucedió aquel partido “el apache” comenzó jugando con zapatos negros. Todo parecía complicarse. Faltaba un gol para mandar la serie a los tiros de penal. Fue allí que Tévez decidió cambiarse el calzado y se puso unos Nike Total 90, blancos, con vivos en azul. La historia ya la conocemos. Tévez marcó. Celebró meneando los brazos como gallina y fue expulsado. Sin embargo, Boca ganó en penales. Carlos Tévez es uno de los pocos futbolistas-hinchas que quedan. Y aun así, terminando el 2016, abandonó al Boca de sus amores, por una cuantiosa suma de dinero que traían los vientos del oriente.

En La jungla polaca, primer libro de crónicas de Kapušciński, éste le da rostro a la pasión. La misma que vive en el aficionado. En el texto El gran lanzamiento, el escritor y periodista habla de un tipo con jersey gris que va todos los días a ver un entrenamiento. Lo describe así: “Me da pena el hombre del Jersey. No lo conozco, pero hemos coincidido varias veces en este estadio e intercambiado frases. Sé lo que le trae aquí. No viene para admirar. Si hay algo que quiere ver, es a él mismo, ese deportista que nunca llegó a ser. Y nunca será, porque el aficionado es uno de esos que en algún momento han perdido su oportunidad… Al ser humano se le abren muchas posibilidades en la vida…”, remato: hay que saber cuándo tenemos que tomar la nuestra.

Ese momento de estupefacción donde el aficionado mira a 22 guerreros luchando por dominar un esférico de gajos y cuero sintético, en realidad, es una pequeña materialización de su sueño eterno. Por eso le es fácil confrontar al juez en el campo, porque el aficionado, convertido en muchedumbre, podría ser igual de sagaz que Carles Puyol o igual de apasionado que Carlos Tévez. El aficionado (o la muchedumbre, o la hinchada), canta todos los goles, porque cada que se mese la red, él mismo influyó para que el balón entrara a la cabaña. Reclama todas las formaciones, porque nadie sabe más que él, sobre ese juego de ajedrez que se libra sobre la alfombra verde. El partido es su sueño. Él reclama o celebra, porque busca adecuarlo a su deseo.

Si nos basamos en Kapušciński y en Villoro, podríamos decir, que el aficionado ama el futbol, porque es como vivir en sueños. Es el propio sueño, hecho realidad; lo ve, lo vive, lo disfruta, pero aún falta él dentro del sueño. El futbol es la vitrina que mira y en la que no está. El partido de futbol es el deseo de aquel día en el que el aficionado pueda volver a ser jugador, sin excusarse (o excusarnos) por el castigo de la rodilla tirana, que no nos permitió ser un guerrero que librara las batallas en la cancha. Aunque gracias al destino, defendemos los colores en las gradas.

El futbol, fuera de la mercadotecnia, la publicidad, los intereses, el capital, la política y más, es el deseo por chutar un balón y que éste atraviese la portería. Es el sueño de cantar durante toda la vida un gol. Es el sueño de que, en algún día, el jugador número 12, por fin, pueda convertirse en futbolista.

 

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